Por Agencias
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En Ecuador, las prisiones son epicentro de una crisis de seguridad pública inédita.
En Brasil o Venezuela, grupos criminales nacidos tras las rejas se expanden por la región. Y en Centroamérica, los gobiernos toman medidas extremas ante el poder ejercido por pandillas desde las cárceles.
A lo largo de América Latina, distintas penitenciarías creadas por los Estados para mejorar la seguridad de quienes están fuera de ellas han tenido un efecto inverso al buscado: se volvieron centros de comando de importantes organizaciones criminales.
Por lo general esas bandas surgidas y dirigidas desde prisiones tienen el narcotráfico como principal fuente de ingresos. Pero los especialistas creen que algunas han incursionado en otras modalidades de delitos, desde extorsiones hasta minería ilegal.
“Ya no es la prisión como la habíamos pensado”, dice Gustavo Fondevila, un experto del Centro de investigación y docencia económicas (Cide) de México.
“Estas cárceles de la región se han convertido en conductores de violencia: construís una prisión en un lugar y aumenta el nivel de criminalidad en esa zona”, agrega Fondevila.
“Es un Estado paralelo dentro de las prisiones”.
Un caso emblemático
El desafío de las cárceles para los países latinoamericanos ha crecido a medida que sus celdas se desbordaron de reclusos en las últimas décadas, sin políticas efectivas para acompañar esa tendencia y rehabilitarlos.
La población carcelaria en América, excluido Estados Unidos, creció más que al doble desde 2000, según el World Prison Brief, un informe mundial de datos penitenciarios publicado en 2021 por el Instituto para la Investigación de Políticas de Crimen y Justicia (ICPR, por sus siglas en inglés).
Ese aumento en la cantidad de presos llegó a 200% en Sudamérica, de acuerdo al estudio, y 77% en Centroamérica.
En Brasil, donde la población carcelaria se multiplicó por 3,5 desde el inicio de este siglo, un grupo surgido en los ’90 dentro de una cárcel de São Paulo pasó a ser considerado en las últimas décadas la mayor organización criminal del país y quizás de Sudamérica: el Primer Comando de la Capital (PCC).
Concebido inicialmente como un gremio de protección de presos con estatuto propio, el PCC se fortaleció dentro de las cárceles hasta que en 2006 mostró su capacidad de actuar en las calles con una serie de ataques violentos que bañaron de sangre y paralizaron la mayor ciudad de América Latina.
“El crimen fortalece el crimen”, es uno de los lemas del PCC.
El grupo se expandió cuando las autoridades enviaron a sus líderes a cárceles en otros estados de Brasil en las que reclutó más miembros, hasta reunir hoy cerca de 30.000 integrantes dentro y fuera de las prisiones, indican estudios.
Bajo el liderazgo de Marcos Herbas Camacho, alias “Marcola” y preso desde 1999, el PCC amplió sus operaciones de narcotráfico al controlar rutas internacionales desde Paraguay, Bolivia y otros países de la región.
En paralelo, amplió sus ganancias con otros delitos como asaltos a bancos o ventas de teléfonos robados.
Este año, un informe de la ONU citó reportes sobre la infiltración en operaciones de extracción ilegal de oro en la Amazonía por parte del PCC y Comando Vermelho, otro poderoso grupo narco brasileño nacido en una cárcel de Río de Janeiro.
“Aún dentro de la prisión, los grupos como por ejemplo el PCC no han limitado completamente su comunicación con lo que ocurre en las calles. Cuando hablamos de presos de mayor poder y centralidad en la organización, seguro tienen la posibilidad de mantener las influencias, los lucros (y) la organización de los negocios”, dice Betina Barros, una socióloga e investigadora del Foro Brasileño de Seguridad Pública.
De hecho, el PCC es un caso emblemático de lo que sucede a diferente escala en otras partes de la región.
“El efecto es paradójico”
En lugar de controlar el interior de la cárcel de Tocorón, las autoridades de Venezuela pasaron la responsabilidad a los propios presos.
Así, además de una discoteca, un casino y un zoológico, surgió en 2014 en esa penitenciaría del centro-norte del país el Tren de Aragua, otra transnacional del crimen latinoamericano.
A esta banda que suma cerca de 3.000 miembros le atribuyen, aparte de narcotráfico, una amplia gama de delitos: desde extorsión y secuestro hasta trata de personas o sicariato (y también minería ilegal de oro como el PCC, con el que ha establecido vínculos según autoridades brasileñas).
La figura más visible del tren de Aragua, Héctor Rusthenford “Niño” Guerrero, “está protegida dentro de Tocorón y controla toda la operación desde allí”, señaló Ronna Rísquez, una periodista e investigadora venezolana autora de un libro sobre la banda, en una entrevista en mayo.
La falta de control de cárceles sobrepobladas también ha quedado en evidencia en Ecuador, donde el gobierno decretó la semana pasada el estado de excepción en un sistema penitenciario que ha sido escenario de una serie masacres con más de 450 muertos desde 2020.
Detrás de la violencia carcelaria ecuatoriana los expertos ven una guerra de bandas que también se ha derramado a las calles, donde se dispararon los homicidios, las balaceras y los atentados mientras el país se convertía en un centro de distribución regional de droga.
“Yo diría que Ecuador es un narcoestado gobernado desde las cárceles por el crimen organizado”, sostuvo Carla Álvarez, docente e investigadora en temas de seguridad, en una entrevista días atrás.
Sin llegar a esos extremos, otros países de la región han visto crecer el reto del tráfico de drogas detrás de las rejas.
En Argentina han detenido a varias personas acusadas de transportar kilos de cocaína al mando de cabecillas presos de “Los Monos”, una banda narco de la ciudad de Rosario, y recientemente revelaron que un expiloto de aviación que otrora abastecía al grupo manejaba una red activa de distribución de drogas y lavado de dinero desde la cárcel de Ezeiza.
En México, donde capos narcos como Joaquín “El Chapo” Guzmán mantuvieron sus gigantescos negocios ilícitos en prisiones de máxima seguridad, se estima que desde las cárceles se realizan hasta millones de llamadas telefónicas de extorsión por año.
Algunos gobernantes latinoamericanos han admitido sin ambages que las mafias dominan sus centros de reclusión.
“Iniciamos actividades para que las cárceles dejen de ser escuelas del crimen y romper el ciclo con el crimen organizado”, afirmó José Manuel Zelaya, secretario de Estado de Defensa Nacional de Honduras, semanas atrás.
Además de planificar la construcción de un presidio para unos 2.000 líderes pandilleros en un archipiélago del Caribe, el gobierno hondureño ha tomado medidas extremas para combatir el delito como toques de queda, estados de excepción en buena parte del país y la militarización de cárceles hacinadas tras varias masacres.
Esa estrategia de “mano dura” parece copiada de la que ha desplegado el presidente salvadoreño Nayib Bukele para reducir el enorme poder que tenían las maras dentro y fuera de las prisiones de su país, incluida la inauguración de una megacárcel para supuestos pandilleros este año.
Con la tasa de homicidios desplomándose en El Salvador, Bukele goza de gran popularidad nivel doméstico y es señalado por ciertos políticos de la región como un ejemplo a seguir.
Pero algunos advierten que este país paga un costo demasiado alto para recuperar la seguridad pública, con la erosión de libertades civiles, abusos de las fuerzas de seguridad y concentración de poder en el presidente.
Otros recuerdan que las apuestas tan solo a punir suelen volverse un bumerán en América Latina.
“En contextos de alta victimización, la gente quiere mano dura. Se entiende perfectamente: quiere salir a la calle sin miedo”, dice Fondevila.
“Pero la respuesta de meter en prisión a todo el mundo por cualquier cosa a la región le ha salido muy mal y el efecto es paradójico: metemos gente en prisión para estar tranquilos y esta gente vuelve a la sociedad desde adentro de la prisión con crímenes cada vez más graves y complejos”.