Calaveritas de azúcar: el dulce símbolo del Día de Muertos en México

Por Redacción
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Al igual que el pan de muerto, las calaveritas se han convertido en un emblema de la temporada. Cada figura, moldeada a mano, combina arte, memoria y fe, evocando una de las tradiciones más arraigadas del país.

Cada 2 de noviembre, millones de familias mexicanas preparan altares para recibir a las almas de sus seres queridos. En ellos colocan fotografías, velas, flores, incienso, alimentos y bebidas favoritas de los difuntos.

“Pongo una cerveza, una coca, un cigarro… uno de cada cosa por si se ofrece”, dice Margarita Sánchez, mientras elige calaveritas en un mercado capitalino. “El que se acerque, que tome. Es nuestra manera de recordarlos con cariño”.

En su casa, toda la familia participa en el montaje del altar. Sus hijas son quienes más disfrutan el proceso, buscando nuevas formas de decorarlo cada año. “Lo hacemos para recordar a los que se fueron un poquito antes de lo que esperábamos”, añade Sánchez con emoción.

La costumbre tiene raíces prehispánicas. En tiempos antiguos, las comunidades mesoamericanas creían que las almas regresaban a la tierra durante ciertas fechas del calendario agrícola. La llegada del Día de Muertos unió esas creencias con el calendario católico impuesto por los españoles, dando origen a una tradición única.

Las calaveritas más comunes están hechas de azúcar, chocolate o amaranto, aunque en distintos estados del país se incorporan ingredientes como almendras, cacahuates, miel o semillas de calabaza.

Según la Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural de México, su origen se remonta a las figuras de amaranto mezcladas con miel que los aztecas elaboraban para honrar a los dioses. Con la llegada del azúcar tras la conquista española, los artesanos descubrieron una nueva técnica para moldear figuras, que siglos después evolucionarían en las calaveritas actuales.

El historiador Jesús López del Río señala que las ofrendas prehispánicas diferían de las modernas: “No consistían en estructuras montadas en casa, sino en lo que se entregaba a las entidades más allá de lo humano: comida, cantos, sangre o aromas sagrados”.

Hoy, esas ofrendas se transforman en altares familiares que mezclan el simbolismo indígena con los elementos cristianos, donde las calaveritas ocupan un lugar central.

En el mercado de Ampudia, la familia Chavarría continúa elaborando calaveritas con las mismas técnicas de hace más de 80 años. “Me siento muy orgulloso de seguir este legado”, dice Adrián. “Nos ha tocado ver altares con nuestras calaveritas, y eso nos llena de orgullo”.

El diseño proviene de su madre, aunque el negocio —hoy conocido como Domire— fue fundado por su abuelo alrededor de 1941. Todo el proceso es artesanal y comienza en abril. Las ventas inician en septiembre y para finales de octubre, la producción ya está agotada.

“Cada calaverita se hace a mano, con paciencia”, cuenta Emmanuel Chavarría, hijo de Adrián. “Cuando te hierven las manos por usar los moldes calientes sientes satisfacción, porque estás creando algo que representa a tu familia”.

El procedimiento es detallado: se mezcla azúcar con agua y jugo de limón, se hierve, se vierte en moldes de barro y, tras varios días de secado, se pintan a mano con colores vivos. El resultado es una pieza única que combina arte, dulzura y devoción.

Los precios varían según el tamaño: desde los 3 hasta los 400 pesos (aproximadamente entre 0.17 y 20 dólares). La familia fabrica hasta 12 tamaños distintos y produce cientos de piezas cada temporada.

En cada altar, en cada hogar mexicano, las calaveritas no solo endulzan el ambiente: también recuerdan que el amor por quienes partieron nunca se desvanece.