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El acceso al aborto dio un paso más en México, ¿qué sigue para las activistas?

Por Agencias
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Son las ocho de la noche de un domingo y Crystal P. Lira no atiende los mensajes. Su atención está puesta en la mujer que acudió a su organización pidiendo un espacio seguro para abortar.

Crystal le ofreció las oficinas de su Colectiva Bloodys y Projects en Tijuana, donde un muro traza el límite entre este país de tránsito migrante y Estados Unidos.

Sería fácil pensar que el trabajo de las activistas que apoyan el derecho a decidir consiste en entregar pastillas abortivas, pero ellas no son doctoras ni farmacias, sino acompañantes. ¿Y eso qué significa?

“Se habla mucho de poner el cuerpo”, dice Crystal. Brindar presencia física o virtual, dedicar su tiempo sin cobrar sueldo alguno y poner las fortalezas propias a disposición de otras mujeres.

Las acompañantes trabajan más o menos así: vía redes sociales o WhatsApp, reciben las solicitudes de mujeres que quieren abortar. Los motivos varían. Falta de información sobre la posibilidad de interrumpir el embarazo en casa, escasez de recursos, estigmatización en clínicas, temor, soledad. Y ahí el acompañamiento. Cuéntame, te escucho, hagamos tu protocolo de salud, dime a dónde te llevo las pastillas, avísame a qué hora llegas para abortar aquí.

Una resolución de la Suprema Corte de Justicia allanó en septiembre el camino a la despenalización en México, pero el aborto no se volvió accesible de un día para otro. Aunque la decisión implica que el Congreso deberá derogar las normas que lo criminalizan en el Código Penal Federal, no modifica las legislaciones estatales ni elimina el estigma social.

En 11 de 32 entidades donde ya es legal, activistas suelen denunciar que la ley no alcanza para remediar la falta de insumos, capacitación en clínicas ni el hostigamiento a las solicitantes. Por eso el trabajo sigue. Al igual que otras organizaciones, Bloodys traza una hoja de ruta y Crystal apunta a despertar un empoderamiento que trascienda fronteras.

El acompañamiento que ofrece Bloodys implica corresponsabilidad, dice Crystal. “Hacemos lo posible dentro de nuestro contexto social, legal, cultural y económico, pero también hacemos énfasis en que las mujeres se apropien de la información”.

Su oficina posee un banco de medicamentos y kits con toallas sanitarias, tés e ibuprofeno, pero lo más valioso son los panfletos que reparten en actos públicos y sintetizan lo que hay que saber antes de abortar.

En 2012, cuatro años antes de que fundara Bloodys, Crystal enfrentó un embarazo no deseado. “No sabía qué hacer, dónde buscar ni qué pensar”, recuerda. “Como varias compañeras, me dije ‘esto no me va a pasar’ y cuando me pasó no lo podía creer”.

Por recomendación de una amiga y su cercanía con la frontera, Crystal acudió a una clínica de Planned Parenthood en San Diego y regresó a Tijuana con un frasco de pastillas que jamás había visto y una deuda de 600 dólares que le permitió costear su aborto.

Con el tiempo se volvió consciente de cuántas mujeres pasan el mismo trago amargo. “Me causaba conflicto y preocupación que unas pudiéramos acceder y otras no”.

En 2015, tras ver un documental sobre aborto promovido por Las Libres –red pionera del acompañamiento en México– Crystal buscó a su fundadora, Verónica Cruz, y en 2016 recibió capacitación junto a otras acompañantes en la cocina de su casa.

“Para tomar conciencia y formar una red de aborto me tuve que cuestionar por qué llegué hasta aquí, por qué lo viví así y cómo lo pude haber vivido distinto”, dice. “Todas las mujeres, así como tenemos derecho a un aborto seguro, tenemos derecho a cuestionarnos cómo puede ser distinto para otras”.