Por Carlos Hernández
Editor@latinocc.com
Hay un tipo de película poco común que parece traída de otra década: extraña, tangible, ricamente imaginativa y lo suficientemente atrevida como para resultar peligrosa. En un panorama cinematográfico dominado por espectáculos de franquicias y contenido basado en algoritmos, “La Leyenda de Ochi” llega como un cuento perdido hace mucho tiempo, sacado de un estante polvoriento.
Dirigida por el visionario director de videos musicales Isaiah Saxon en su debut cinematográfico, esta fantasía imaginativa y tangible se siente como si se hubiera forjado en otra época, el tipo de película silenciosamente mágica con la que podrías haber tropezado de niño a altas horas de la noche en el cable, sin saber si era real o algo que soñaste.
Ambientada en la ficticia isla de Carpatia, la película sigue a Yuri (Helena Zengel), una adolescente incomprendida que lidia con el dolor, la alienación y una comunidad devastada por la guerra, obsesionada con el exterminio de los misteriosos Ochi, una especie de criaturas primigenias consideradas una amenaza peligrosa para los asentamientos humanos.
Pero desde sus primeros fotogramas, queda claro que Ochi está más interesado en el mito que en la modernidad, en la textura sobre la exposición y en la emoción sobre el espectáculo, y eso es gran parte de su encanto.
Helena Zengel, ya aclamada por su papel en “News of the World”, está magnética como Yuri.
Vestida con una enorme chaqueta acolchada amarilla mugrienta que prácticamente la devora, irradia una dureza salvaje y una vulnerabilidad herida que le otorgan a su personaje una profundidad sorprendente.
Yuri vive con su padre Maxim (Willem Dafoe, quien se desenvuelve de maravilla) y su pseudohermano Petro (Finn Wolfhard – Stranger Things), ambos miembros de una milicia local entrenada para cazar a los Ochi.
Maxim es una figura extravagante, un patriarca impetuoso con un don para las armaduras teatrales y los discursos en el campo de batalla, pero mantiene a Yuri a distancia.
Ya sea por una protección equivocada, por ser un macho alfa o por valores patriarcales arraigados, su negativa a incluirla en sus rituales guerreros se convierte en una sutil pero aguda metáfora de la exclusión de género.
En cambio, Yuri se retira a su habitación, escuchando death metal a todo volumen y enfureciéndose en silencio.
La trama se desencadena cuando descubre a un bebé Ochi herido y, en contra de todo lo que le han enseñado, decide cuidarlo.
Lo que se desarrolla es una búsqueda, tanto física como emocional, para devolver a la criatura a su grupo, desentrañando en el proceso mucho de lo que Yuri creía saber sobre el mundo, su familia y ella misma.
La Leyenda de Ochi se inspira en un rico linaje cinematográfico y artístico, donde se aprecian las huellas de Hayao Miyazaki, especialmente en la reverencia de la película por la naturaleza y las criaturas incomprendidas que la habitan.
Hay una nostalgia al estilo Amblin en la narrativa; ecos de E.T. y El Corcel Negro resuenan en el vínculo entre Yuri y Ochi, pero la estética también evoca la magia táctil de Michel Gondry, particularmente en su uso de títeres, pinturas mate y efectos prácticos que evocan una cualidad artesanal a menudo ausente en la fantasía moderna llena de gráficos computarizados.
El director Saxon proviene del mundo de la música, habiendo trabajado con artistas como Björk en el video de Wanderlust, un trasfondo que se refleja en la exuberante estética visual de la película y la meticulosa atención a la construcción del mundo.
Hay una sensibilidad propia de un video musical, un profundo enfoque en el color, la forma y la textura, pero en lugar de resultar vacía o excesivamente estilizada, le da a la película una sensación de vida plena.
La cinematografía de Evan Prosofsky es pictórica e inmersiva, capturando a Carpatia en planos generales, empapados de niebla, y primeros planos vívidos.
La banda sonora de David Longstreth (de Dirty Projectors) es caprichosa, evocadora y se integra a la perfección con los ritmos poco convencionales de la película.
No todo encaja a la perfección.
Los momentos emotivos de la película, en particular los relacionados con el redescubrimiento de la madre por parte de Yuri, interpretados con ternura por Emily Watson, no siempre resuenan con la profundidad que deberían.
Algunos elementos narrativos, como una visita surrealista a un supermercado peculiar o un enfrentamiento cómico entre Watson y Dafoe, se mueven por la cuerda floja, lo que puede distraer a algunos espectadores.
Pero incluso cuando la historia flaquea, los riesgos creativos son tan audaces y sinceros que los tropiezos parecen insignificantes.
En Ochi hay una clara reverencia por el poder de la narración. Es una película que no teme ser sincera, creer en el poder transportador de la fantasía y en la carga emocional del duelo.
También es una película excepcional que se atreve a ser amable, una aventura con clasificación PG que nunca se muestra condescendiente con l@s espectadores más jóvenes ni se limita a ell@s.
En cambio, confía en que su público se siente ambiguo, incómodo y reflexione.
Para una producción realizada con un presupuesto modesto de $10 millones de dólares, La Leyenda de Ochi supera con creces sus expectativas.
En una época en la que incluso la fantasía de presupuesto medio parece una especie en peligro de extinción, su mera existencia se siente como un pequeño milagro.
Las marionetas son hermosas, los entornos son inmersivos y la cinematografía es de una personalidad descaradamente personal.
Para cuando aparecen los créditos finales, La Leyenda de Ochi puede que no tenga la narrativa impecable de una epopeya de estudio, pero ofrece algo más valioso: originalidad, intención y una cualidad onírica que perdura mucho tiempo.
Podría convertirse en esa película formativa, con un toque de peligro, para una nueva generación: aquella que se recuerde no solo por lo que sucedió, sino por cómo hizo sentir a tod@s.
