Por Agencias
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Quedarse mirando al Lagomar es inevitable. Aunque quiso ser un edificio de lujo como cualquiera de las torres blancas que le rodea en la exclusiva zona de Pozos Colorados, en Santa Marta, Colombia, hay algo de este inmueble que destaca.
No es precisamente su escalera exterior en espiral, o su estilo arquitectónico posmoderno: lo que llama la atención es que muchos de los apartamentos no tienen ventanas, la pintura está descascarada y el último piso, el 14, está sin terminar.
Al mirarlo, de repente se ve la cabecita de algún niño, algún perro, algún viejo que disfruta la vista: a un lado el mar Caribe y al otro, la Sierra Nevada, el sistema montañoso litoral más alto del mundo.
El Lagomar estaba destinado a ser uno de los primeros desarrollos de una zona turística que quiso impulsar a la tercera ciudad más grande del Caribe colombiano, pero un sinfín de truculentos líos judiciales marcados por sospechas de corrupción, clientelismo y crimen organizado lo convirtieron en una suerte de isla dentro de un pudiente barrio.
Una isla construida en los años 90 en la que ahora viven 120 familias, casi todas venezolanas, y donde este año ha habido tres supuestos suicidios que pusieron al famoso edificio en boca de los samarios.
«El edificio se presta para inventar mucha cosa», dice uno de los residentes venezolanos. «Nuestro gran problema no son los malandros, ni los suicidios, sino el orden, la limpieza. Puede que la fachada sea fea, pero tenemos que lograr que por dentro sea un palacio. Uno puede ser pobre, pero no cochino».
Muchos no ven coincidencia en la seguidilla de suicidios: dicen que es producto de los «espíritus chocarreros» que deja la santería. Otros vecinos lo atribuyen a casos de depresión y se ríen de las explicaciones esotéricas. A todos les preocupa, sin embargo, ser foco de atención: temen que «los echen», que los «deporten», que les quiten el apartamento en obra gris con vistas al mar en el que han construido un hogar.
No es la primera vez que este edificio es objeto de especulación: de él se ha dicho que alberga delincuentes, que era de Pablo Escobar, que allí se vive en la miseria.
Pero dentro del mismo se siente la normalidad de cualquier vecindario informal: los niños corren por los pasillos, los viejos juegan dominó en las zonas comunes, la gente se saluda entre risas y algunos se enamoran del vecino o la vecina.
La administradora
De las entrevistas que se hicieron en el Lagomar, solo Yaneth Parra Mourad convino hacerlo con nombre y apellido. El resto pidió el anonimato.
Nacida en Santa Marta, de pelo corto y cuerpo fornido, Parra es la administradora del edificio. No le pagan por su labor, a la que llegó porque una empresa para la que trabaja es dueña de tres apartamentos que administra. Al ser una de las personas más formadas del edificio, además de dedicarse a la gestión de trámites en notarías, Parra es la líder de la comunidad.
«Aquí nadie está tirando gente por las ventanas», dice sobre los suicidios. «Lo que pasa es que la gente está sufriendo depresión por la situación económica que está pasando».
Parra habla de sus vecinos con tanta compasión como exasperación. Lo llama «amor vulgar»: saluda a cada uno de beso y abrazo, les da de comer cuando le piden y ha logrado darles identificación a 80 de los 120 niños de familias venezolanas que han nacido recientemente. Al tiempo, los critica porque no mantienen la higiene del edificio, «por querer que todo se lo regalen».
Un muro entre ricos y pobres
El edificio no tiene ascensor. La piscina, con la forma curvilínea de las escaleras exteriores, está abandonada, rellena de agua verde, empozada. La luz y el agua son robadas, porque, dice Parra, «las empresas no nos han querido formalizar».
El Lagomar iba a tener tres torres, pero solo una se edificó. El proyecto incluía unas cabañas frente a la playa que sí se terminaron. En ellas viven familias adineradas que taparon las ventanas que dan al edifico ocupado y pusieron un alto muro, con una cerca enrollada de alambre de púas, para interrumpir el contacto con los ocupantes.
Según Parra, el alquiler y la ocupación de los apartamentos ya está formalizada. Agentes inmobiliarios aducen que el edificio está en manos de agencias estatales de incautación de bienes. Pero nadie sabe realmente de quién son.
«La única diferencia con esas cabañas que tú ves ahí es que la gente es rica», dice la administradora. «Pero si acá somos malandros, al frente son malandros de cuello blanco. Ellos también ponen su música a todo timbal. Ellos allá son ratas finas, nosotros acá somos ratas chirris (indigentes). Esa es la única diferencia entre nosotros».
Parra viene de una familia de clase media. Administró un edificio en Rodadero, otra zona turística, por 17 años. La gestora bien podría vivir en una vivienda normal.
«Pero es que yo amo a la gente», explica. «Los puteo, claro, pero porque quiero que se superen».
Otro lío de tierras en Colombia
Pozos Colorados es uno de los sectores más privilegiados de la costa atlántica colombiana. Con 5 kilómetros de playa, la brisa que llega de la Sierra refresca el calor tropical. Está cerca del aeropuerto, del centro de la ciudad y de las principales vías de acceso.
Los pozos, ya casi desaparecidos, eran pequeñas salinas a las que los indígenas de la Sierra bajaban a buscar sal desde tiempos prehispánicos.
Pero en la década de 1950, cuando el gobierno colombiano decidió impulsar el desarrollo turístico de su costa caribeña, la historia de Pozos Colorados se complicó.
En términos generales, las tierras eran del Estado, las declararon zona libre de impuestos y fueron administradas por varias corporaciones ligadas al turismo.
En los años 90, el alcalde Edgardo Vives se las quitó al gobierno central con el argumento de que eran focos de ilegalidad. Luego lo investigaron por haberle entregado las tierras a allegados y familiares, cargo que él siempre negó.
En la práctica, Pozos Colorados pasó a manos de acaudaladas familias empresariales de Santa Marta, algunas de las cuales tenían vínculos con el narcotráfico.
También hubo invasiones que, con el tiempo, terminaron dándole la propiedad a los ocupantes de facto.
«Ha habido muchas peleas y muchos muertos por los terrenos del Estado que particulares se querían apropiar», dice Lucho Oñate, un reconocido periodista de Santa Marta. «Pero ya el terreno parece estar saneado».
El desarrollo inmobiliario de Pozos Colorados está aún en curso. Ya son decenas los edificios blancos que se asemejan a los de Miami. Muchos han tenido conflictos judiciales y algunos tampoco han podido terminarse, porque la propiedad sobre Pozos Colorados sigue en disputa.
«Lo que pasa con el Lagomar es una representación del problema del acceso a la propiedad en una zona de alto valor», dice Ernesto Villa, un periodista cuyo padre, el abogado Ricardo Villa Salcedo, fue asesinado en 1992 tras denunciar una red de invasiones piratas que buscaban despojar al Estado de la propiedad en Pozos Colorados.
«Pero él no fue el único —añade—, sino que mataron a otros dos abogados, y a personas invasoras que fueron engañadas». Su familia tiene el caso en la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Del edificio Lagomar y su no terminación muchos samarios parecen tener una versión: se dice que fue víctima del narcotráfico, que los ocupantes están ahí ilegalmente, que en él vivieron paramilitares.
Según la administradora Parra, alrededor del año 2002 el edificio fue embargado por una supuesta estafa de los primeros constructores a los inversionistas, luego entró en innumerables vericuetos legales y nunca se pudo terminar.
Hoy los apartamentos, como la zona misma, parecen estar formalizados: personas y empresas que demandaron lograron la propiedad en juzgados civiles. Ellos son quienes alquilan los apartamentos por sumas que van de los US$50 a los US$300.
Los residentes no los conocen: les pagan el alquiler a través de administradores como Parra.
«No debería ser habitado»
Scarly Linares, una venezolana de 18 años, fue una de las inquilinas.
Con dos meses de embarazo, salió del país en 2019. Cuando llegó a Santa Marta, empezó la pandemia.
A los pocos meses, ya con su hijo Esneider nacido, consiguió un estudio en el cuarto piso del Lagomar por un pago de entre US$50 y US$75 que fluctuaba según los servicios.
Como muchos de los apartamentos, tenía muebles, televisión, cocina improvisada y un acceso rudimentario al agua a través de bombas. Nada sofisticado, pero suficiente para tener lo básico.
«Ahí es tranquilo vivir, la gente tiene problemas de vecinos, del agua, de los servicios, de pagos, hasta hubo riñas, pero en general no es nada fuera de lo común», dice vía telefónica. Ahora vive en Perú, donde vende comida venezolana en la calle.
«Yo no había tenido problemas ahí (en el Lagomar) hasta que el niño, que ya tenía como un año y medio, me empezó a decir que todo le asustaba».
Durante la pandemia, la luz del edificio se fue varias veces. Todos los electrodomésticos de Scarly se dañaron. Hubo una pelea que terminó con la muerte de una persona, recuerda.
«La verdad es que entré en crisis. Me daba el miedo que el niño se tirara por la ventana. Yo no tenía trabajo. No conseguía que ninguna iglesia bautizara al niño».
Scarly era menor de edad. Su mamá, ya instalada en la ciudad costera de Tombes, en Perú, la convenció de irse. Vendió todas sus cosas. Emprendió viaje. Y llegó, pudo bautizar a Esneider y empezó a trabajar en restaurantes.
Hoy, desde un lugar «más organizado», concluye sobre el Lagomar: «Es un sitio que no debería ser habitado, porque ahí pasan cosas muy raras».
Cosas raras que hacen inevitable quedarse mirando.