Por Agencias
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En lo alto del cráter del volcán Paricutín, el primero cuyo nacimiento fue documentado en tiempo real por la ciencia moderna hace ahora 80 años, la tierra está todavía caliente y sale vapor de algunas rocas.
A su alrededor, la vista se pierde entre volcanes más antiguos ahora tapizados de pinos, huertas de aguacates y zonas de ceniza y de piedra negra entre la que sobresale la torre de una iglesia engullida por la lava de hace décadas.
En determinadas zonas del mundo, todavía nacen volcanes y los científicos coinciden en que éste será uno de esos lugares aunque nadie sabe cuándo pasará.
Por eso, un centenar de geólogos, vulcanólogos y sismólogos de distintos países, visitaron la semana pasada Michoacán, en el occidente de México, para celebrar el aniversario del Paricutín e intercambiar experiencias que permitan estar mejor preparados ante futuros eventos.
Los volcanes han fascinado al hombre desde el principio de la historia pero los más famosos ya tenían miles de años cuando provocaron erupciones catastróficas: el Vesubio (Italia) que enterró Pompeya en el siglo I o el monte Tambora (Indonesia) que en 1815 mató a decenas de miles y dejó un año sin verano por el enfriamiento causado por las nubes de ceniza.
Presenciar el origen de uno nuevo es raro. La mayoría nacen en el fondo del océano y pasan desapercibidos o apenas se ve su fumarola. Sin embargo, en el caso del Paricutín pudo observarse a detalle ese proceso geológico tan fascinante como aterrador.
Su crecimiento —es decir, la erupción— duró nueve años y fue la “piedra angular” para empezar a estudiar un tipo de volcanes, los llamados monogenéticos, que solo hacen erupción una vez en su vida pero “pueden salir de repente y afectar a la población”, explica Stavros Meletlidis, del Instituto Geográfico Nacional de España, antes de subir por su empinada ladera de ceniza.
El conocimiento recopilado desde entonces ha contribuido a mejorar el monitoreo volcánico pero lo que sigue fascinando casi por igual que antes es cómo nace un volcán.
Quienes han sido testigos hablan del ruido que produce.
Un sonido profundo es lo que Meletlidis recuerda antes de ver la columna eruptiva —el chorro de gas— que anunció el surgimiento del de la isla de La Palma (España) en septiembre de 2021, el más reciente aparecido en una zona urbana y que él y su equipo habían monitoreado durante los cuatro años previos.
El vulcanólogo griego sabía que lo que estaba presenciando era el “último suspiro” de un proceso que había comenzado en el centro de la Tierra hacía unos 10.000 años, el magma que por fin se abría paso hacia la superficie después de intentar salir sin éxito y provocar los temblores de baja intensidad llamados “enjambres sísmicos”.
El ruido es algo que también recuerda Guadalupe Ruiz, una mexicana de 92 años, del 20 de febrero de 1943, cuando después de semanas de sismos se sintió “como una creciente de agua bajo la tierra” y días más tarde “como trueno o patada de caballo” cuando “se iba haciendo el cerrito y alrededor caían piedras”.
La indígena purépecha, entonces de 12 años, y el resto de su pueblo, San Juan Parangaricutiro creyeron que llegaba el fin del mundo cuando un campesino llegó corriendo con un sombrero lleno de ceniza diciendo que su campo de maíz se había rajado.
“Nos contaban que era el infierno”, recuerda la anciana bajita, de pelo cano y trenzado que narra su historia, incluso cantando, para que no se olvide.
Un equipo de geólogos del Departamento del Interior estadounidense y de científicos mexicanos comenzaron a visitar entonces el lugar casi de forma inmediata.
Según describe el documento publicado una década después, tras 20 viajes de trabajo a la zona durante los primeros años de la erupción, el inicio del Paricutín fue “una pequeña columna de polvo y piedras calientes” que salían de una grieta entre maizales.
“Después de ocho horas de actividad, el nuevo volcán comenzó a rugir y a lanzar cantidad de bombas incandescentes con gran fuerza”, agrega el informe. En seis días, tenía una altura de 167 metros.
Los adultos lloraban, rememora Guadalupe Ruiz. Los más pequeños se acercaban curiosos “a ver caminar la lava, así, de a poquito”, cuenta Abel Aguilar, entonces de cinco años, dibujando lentas olas con su mano.
El paisaje en torno al “pequeño y hermoso monstruo volcánico” se convirtió en “un mundo solitario y acabado” de árboles que morían poco a poco y casas en las que penetraba obstinadamente la ceniza, describía el cronista mexicano José Revueltas que visitó el lugar 40 días después de la erupción para el diario El Popular. Por las calles, agregaba, solo vagaban “sombras” con ojos “de un tristísimo color rojo… dicen que por la arena”.
En el pequeño mar de lava que se iba formando, y sobre el que ahora pasean los turistas o científicos buscando más respuestas, solo había desolación y miedo hasta que llegaron los geólogos.
Ellos “consolaron la gente”, recuerda la anciana, porque les explicaron lo ocurrido y dieron trabajo a pobladores que lo habían perdido todo. “Mi papá llevaba a los americanos a caballo a ver dónde estaba saliendo la lumbre y dónde se estaba formando el cerrito”.
El Paricutín estuvo nueve años en erupción y la lava cubrió 18,5 kilómetros cuadrados. Su lento avance evitó víctimas fatales y permitió que las familias de las comunidades afectadas pudieran salir e instalarse en tierras donadas por el gobierno. Las crónicas cuentan que algunos tuvieron tiempo hasta de sacar a sus muertos del cementerio. Las cenizas llegaron hasta la capital mexicana, 430 kilómetros al este.
A diferencia de otros fenómenos naturales, como los terremotos, los volcanes suelen dar más tiempo a la población para que reaccione y la acción coordinada de científicos, autoridades y población es clave para gestionar la crisis.
La cooperación entre estos tres actores fue considerada un éxito durante el nacimiento del volcán de La Palma, que brotó sobre una carretera a 200 metros de las casas más cercanas y aunque generó pérdidas a mucha gente no conllevó ninguna víctima mortal.
El equipo de Meletlidis ya había detectado que los enjambres sísmicos de esa isla volcánica española habían sido cada vez más recurrentes en los años previos a 2021. Una semana antes de la erupción se multiplicaron y comenzó a notarse deformación en el terreno, otra señal de que el magma estaba más cerca de romper la roca y salir a la superficie. Fue entonces cuando se activaron todas las alarmas.
La tercera señal que confirmó que la erupción se acercaba fue el olor a azufre en los manantiales de la zona.
Cuando finalmente comenzó, Meletlidis reconoce que sintió cierto alivio porque acababa la espera y el miedo de muchos pobladores a que naciera el volcán bajo sus casas.
“La red científica funcionó bien, las autoridades supieron entender y la población fue muy disciplinada”, señala orgulloso.
En Michoacán, la parte más occidental del cinturón volcánico que atraviesa México, los enjambres también han sido recurrentes. Los últimos se registraron en 2022 y 2021.
Los científicos estiman que tarde o temprano nacerá un nuevo volcán aunque es imposible predecir si será en cuestión de años, décadas o siglos.
El Instituto de Geofísica de la Universidad Nacional Autónoma de México ha instalado sismógrafos en lugares clave y formado líderes locales para identificar señales de alarma.
Sin embargo, Denis Legrand, uno de los vulcanólogos del proyecto, asegura que se necesita una mayor red de monitoreo, con más equipos y más personal, para evitar que haya sismos de origen magmático que puedan pasar desapercibidos hasta que ya sea tarde.
La vigilancia también permite tranquilizar a la población ante falsas alarmas. A finales del año pasado, vecinos de Peribán, cerca del Paricutín, reportaron temblores cada 30 minutos o una hora y temieron que el momento de ver aparecer un nuevo volcán estuviera llegando, cuenta Luis Fernando Lucatero, coordinador de Protección Civil de la localidad. En ese caso, los científicos comprobaron que eran terremotos superficiales no relacionados con el ascenso del magma.
Los vecinos de San Juan Parangaricutiro, la comunidad más grande afectada por el Paricutín, abandonaron definitivamente el pueblo año y medio después del inicio de la erupción cuando, según cuenta Guadalupe Ruiz, ya costaba mucho caminar por las calles de la cantidad de ceniza que había.
Salieron en procesión, con su venerada imagen del Cristo de los Milagros a la cabeza, hasta el lugar donde construyeron el Nuevo San Juan Parangaricutiro. Ahí levantaron una iglesia igual a la destruida pero decorada con murales del volcán y hasta una maqueta.
Poco después, el pueblo viejo quedó bajo más de 15 metros de lava.
Ahora el Paricutín, como otros muchos volcanes del mundo, es fuente de alegría y de ingresos por el turismo y, por eso, los pobladores organizaron fiestas por su aniversario.
“Para mi es un orgullo que vengan” a verlo, dice Celia Vidales, hija de desplazados por la lava hace 80 años, que vende refrescos en las faldas del volcán a los pocos visitantes que llegan debido a la violencia que existe en la zona.
Pero la iglesia enterrada, en la que hay que trepar por las angulosas y cortantes piedras si uno quiere llegar a lo que queda de altar, recuerda de qué es capaz la naturaleza y la necesidad de seguir estudiándola.
“Un volcán da vida (pero) a veces da destrucción también”, recuerda Meletlidis.