Por Max Vásquez
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El cine de terror siempre ha sido un género de ciclos. Algunos nacen como relámpagos y se extinguen con rapidez, otros se convierten en sagas que se expanden hasta la fatiga. The Conjuring: Last Rites, la nueva entrega del universo creado por James Wan, llega como un último suspiro, un epílogo anunciado que pretende cerrar más de una década de apariciones demoníacas, muñecas poseídas y matrimonios atormentados por fuerzas del más allá.
El título es honesto: aquí lo importante no es la “conjuración”, sino lo “último”.
El matrimonio Warren: héroes cansados de sus propios fantasmas
Vera Farmiga y Patrick Wilson retoman los papeles de Lorraine y Ed Warren, los famosos investigadores paranormales que han sostenido la saga con una mezcla de sobriedad y melodrama.
La película se abre con un regreso al pasado: 1964, cuando los recién casados se enfrentan a su primer caso, nada menos que el mismo espejo maldito que se convertirá en eje de la trama.
El recurso del “objeto embrujado” no es nuevo en la franquicia —Annabelle lo probó hasta el hartazgo—, pero aquí sirve como pretexto para unir dos líneas narrativas: la vida personal de los Warren y un nuevo caso en los suburbios de Pensilvania en 1986.
El guion de David Leslie Johnson-McGoldrick, con apoyo de Ian Goldberg y Richard Naing, intenta balancear la intimidad familiar con la imaginería demoníaca. Hay ternura en los diálogos con Judy (Mia Tomlinson), la hija que hereda el don maldito de percibir presencias, y también cansancio en un Ed debilitado por problemas cardíacos. La película juega con esa fragilidad física para sugerir que incluso los cazadores de demonios pueden ser vulnerables.
Trucos de siempre, con música como disfraz

El mal se manifiesta esta vez en un espejo de marco tallado con figuras infantiles. El objeto regala levitaciones, explosiones de sangre en un triturador de basura y muñecas que cobran vida. A ratos, parece una recopilación de clichés: tormentas repentinas, criaturas que sonríen en la penumbra, ruidos de pisos de madera. Elementos que alguna vez estremecieron, hoy se sienten reciclados.
Lo que refresca la experiencia es la ambientación ochentera. Michael Chaves, que vuelve a la dirección tras The Conjuring: The Devil Made Me Do It, aprovecha la época para introducir canciones icónicas: “Let’s Dance” de David Bowie o “She Sells Sanctuary” de The Cult resuenan en el metraje, otorgándole un aire nostálgico. Incluso se permite ironizar con la referencia a Ghostbusters, película que los personajes mencionan para burlarse de los Warren. Es un guiño inteligente, pero insuficiente para disimular la repetición de recursos visuales.
Miedo doméstico convertido en rutina
La saga The Conjuring construyó su éxito en un principio simple: transformar lo cotidiano en amenaza. Una cuna que se mece sola, un juguete que enciende su mecanismo sin batería, un pasillo que cruje en la madrugada. Ese terror íntimo, cercano a la vida familiar, fue la fórmula mágica; sin embargo, en Last Rites la insistencia en explotar objetos comunes raya en la autoparodia.
El episodio de la cama de agua poseída en la entrega anterior fue un punto de quiebre: la frontera entre lo siniestro y lo risible. Aquí, aunque más contenidos, los excesos persisten, porque el director también abusa del suspenso dilatado. Una y otra vez vemos cajas de música, muñecas inmóviles y puertas que se cierran lentamente. El espectador intuye lo que ocurrirá y, cuando sucede, el sobresalto pierde eficacia. El clímax, una batalla final contra la fuerza demoníaca, llega con retraso y arrastra escenas que parecen de relleno.
El adiós merecido de los Warren

Pese a sus tropiezos, la película concede a los Warren una despedida digna. La historia desemboca en un final cargado de esperanza, con boda incluida, que contrasta con los vómitos verdes y las posesiones grotescas del resto del metraje. Es un cierre más emocional que terrorífico, un homenaje al matrimonio que se convirtió en el corazón de la franquicia.
En una época en que el terror se diversifica —desde propuestas con carga social como Get Out hasta ejercicios de violencia extrema como Terrifier—, The Conjuring se mantuvo fiel a una estética clásica: sótanos lúgubres, relojes de péndulo, oraciones católicas contra demonios. Quizás lo más honesto sea aceptar que, como todo espejo embrujado, la franquicia refleja tanto sus glorias pasadas como sus grietas actuales. Ese apego a lo tradicional fue su fortaleza inicial y, paradójicamente, su condena final.
The Conjuring: Last Rites es, en definitiva, el réquiem de un universo que alguna vez hizo saltar de la butaca con un simple golpe en la pared. Hoy, se despide con un susurro más que con un grito.
Epílogo: luces, sombras y un espejo roto
The Conjuring: Last Rites no es un desastre, pero tampoco una reinvención. Es una despedida melancólica que reconoce, sin admitirlo, el desgaste de un universo que supo asustar con recursos simples y luego se perdió en la repetición. La actuación comprometida de Farmiga y Wilson sostiene la película, pero los sustos predecibles y la narrativa alargada la ubican lejos de los mejores momentos de la saga.
Quizás lo más honesto sea aceptar que, como todo espejo embrujado, la franquicia refleja tanto sus glorias pasadas como sus grietas actuales. Y en ese reflejo, lo que asusta no es el demonio tallado en la madera, sino la constatación de que el terror, cuando se repite demasiado, deja de ser espanto para convertirse en rutina.
