“Frankenstein”: Guillermo del Toro y el arte de crear monstruos con alma

Por Max Vásquez
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La cinta, que se estrenó la semana pasada en cines y llegará a Netflix el 7 de noviembre, no pretende ser una adaptación fiel del texto original, sino una reinterpretación que combina la sensibilidad romántica de Del Toro con su inclinación por el horror poético. En sus manos, la historia del joven científico que desafía los límites de la vida y la muerte se convierte en una parábola sobre la paternidad, la pérdida y el poder destructivo del amor.

Desde el inicio, Del Toro deja claro que su Frankenstein es una obra sobre creadores y criaturas, sobre padres e hij@s condenad@s a repetirse. “Todos los hombres son producto y víctimas de sus padres”, parece decirnos el director en cada plano. Y en ese espejo roto se miran los dos protagonistas: Victor Frankenstein (interpretado con intensidad y carisma por el talentoso actor guatemalteco Oscar Isaac) y su creación (un sensible y perturbador Jacob Elordi).

Isaac encarna a un Víctor brillante, egocéntrico y teatral, un hombre que busca burlar la muerte para redimirse de su pasado. Su obsesión por superar a su padre, un aristócrata rígido, interpretado por Charles Dance, y por revivir el espíritu de su madre (Mia Goth, en una doble interpretación cargada de simbolismo) lo empujan hacía la locura. El “Victor” de Del Toro no es tanto un científico como un artista maldito, convencido de que el acto de crear puede redimir el dolor, aunque termine multiplicándolo.

En contraste, la criatura de Elordi es pura inocencia: un ser recién nacido con la fuerza de un dios y la vulnerabilidad de un niño. Su cuerpo es una escultura imperfecta, un intento fallido de belleza clásica. No hay pernos ni cicatrices exageradas; solo suturas que revelan la imposibilidad de unir lo muerto con lo vivo. Cuando Victor lo abandona, lo condena no solo a la soledad, sino a descubrir, a golpes, lo cruel que puede ser la humanidad.

Aquí, Del Toro se permite una de sus libertades más significativas: elimina parte de la complejidad moral del monstruo literario de Shelley, para presentarlo como una víctima pura del rechazo. Es una elección coherente con su filmografía, donde los monstruos suelen ser más humanos que los hombres que los crean. La criatura no es malvada, sino incomprendida; su violencia es la respuesta de un niño que no conoce el lenguaje del amor. Sin embargo, esa ternura latente no impide que la película sea brutal: los estallidos de furia del ser son tan desmedidos que dejan un rastro de cuerpos destrozados, miembros arrancados y mandíbulas desgarradas.

La cinta está construida con la ambición de una tragedia clásica. La primera mitad es una sinfonía de locura y descubrimiento: el nacimiento del monstruo, la fiebre de la creación, el éxtasis de jugar a ser dios. La segunda, más reflexiva, es un viaje de aprendizaje para la criatura, que busca en el mundo la compasión que su creador le negó. Solo un anciano ciego, interpretado por David Bradley, es capaz de ver más allá de su apariencia, en un guiño directo a la novela original. Pero incluso ese destello de humanidad se apaga pronto, dando paso a una espiral de dolor y venganza.

Visualmente, Frankenstein es un majestuosa como las cintas de Del Toro. El diseño de producción de Tamara Deverell y el vestuario de Kate Hawley construyen un universo gótico monumental, lleno de texturas, sombras y excesos. Cada detalle, desde los muros húmedos del laboratorio hasta los encajes de los vestidos victorianos, parece pensado para reflejar el conflicto entre la vida y la descomposición. Del Toro filma con la precisión de un pintor barroco, y el resultado es hipnótico: una belleza decadente que fascina y perturba a partes iguales.

La música de Alexandre Desplat acompaña con la intensidad de una ópera trágica, elevando las emociones a niveles casi insoportables. En sus mejores momentos, la película recuerda a El laberinto del Fauno y La Cumbre Escarlata: historias donde la monstruosidad nace del amor y donde el dolor se convierte en arte. Pero también hay una sensación de agotamiento: Frankenstein parece querer contener toda la vida interior de su autor, su infancia, sus obsesiones, su miedo a la muerte. A ratos es tanto lo que quiere decir que amenaza con desbordarse, y ahí sin embargo, ahí reside su poder.

Del Toro ha hecho una película que respira y sangra, imperfecta pero viva. No es su obra maestra, pero sí su película más confesional. En ella, el monstruo es una metáfora de la creación artística: una criatura que el autor moldea con amor y culpa, con la esperanza de que el mundo la entienda y la abrace, aunque sabe que, como todo hijo, acabará escapando de su control.

Frankenstein es, en última instancia, un testamento de fe en el cine como acto de creación, es una carta de amor al mito, al horror y a los marginados. En su exceso y su melancolía, confirma que Guillermo del Toro no solo sigue siendo un maestro de lo fantástico, sino también un poeta de lo monstruoso.

“Frankenstein”, dirigida por Guillermo del Toro. Con Oscar Isaac, Jacob Elordi, Mia Goth, Charles Dance y David Bradley. Estreno en cines: viernes. En Netflix a partir del 7 de noviembre. Duración: 149 minutos. Clasificación R por violencia sangrienta. ★★★½ de 4.