Por Agencias
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Para la familia de Maritza Pacheco, de 44 años, abrir una tienda afuera de su casa hace cuatro meses fue un pequeño milagro.
Como muchas personas en la capital de El Salvador, Pacheco vivía en constante pánico. Las pandillas en guerra, MS-13 y Barrio 18, lanzaban balazos sobre las endebles casas de lámina, aterrorizando y extorsionando a comunidades pobres como la suya.
Su familia se aisló, decidida a no dejarse atrapar por la anarquía que los rodeaba hasta que las pandillas comenzaron a acercarse a su hijo adolescente. A principios del año pasado, Pacheco pagó para que él y una hermana fueran llevados a Estados Unidos como indocumentados.
Pero en el último año, El Salvador ha pasado por una transformación radical desde que el presidente Nayib Bukele, que se describe a sí mismo como el “dictador más cool del mundo mundial”, suspendió los derechos constitucionales y comenzó una ofensiva con todo contra las pandillas.
Bukele ha encarcelado a más de 65.000 de los 6,3 millones de habitantes del país, amontonando a miles al interior de una “mega cárcel”.
La presencia de pandillas ha disminuido y el derramamiento de sangre en el país se ha desvanecido.
Pacheco y su hija ya no venden productos agrícolas a escondidas para evitar pagarle a las pandillas. Los vendedores de frutas y los repartidores de alimentos que no se atrevían a entrar al barrio comenzaron a ir. Luego llegaron los bancos, uno de los cuales les dio un préstamo para abrir su tienda. Con la venta de dulces, gaseosas y pastelitos a los niños del barrio, la familia pasó de subsistir a poder ahorrar para el futuro.
“La gente viene y se queda a veces hasta las 12, 1 de la mañana”, dijo Pacheco. “Y hay tanta seguridad que podemos estar abiertos”.
Los salvadoreños aprecian las pequeñas libertades nuevas: atravesar la capital durante la noche, pedir pizza a domicilio, hacer aeróbicos en el parque.
Para otros, la transformación tiene un precio elevado.
Grandes franjas de San Salvador siguen militarizadas y los agentes entran a las casas para registrar al desnudo a las familias. Decenas de miles de niños han sido separados de sus padres. Las medidas severas han provocado una serie de reportes de abusos a los derechos humanos. Y muchos reemplazaron el temor a las pandillas por el temor al mismo gobierno que afirma que los protege.
“La pregunta a largo plazo, y lo que temo, es: ¿Esto se va a convertir en un estado policial?”, dijo Michael Paarlberg, profesor de ciencias políticas en la Universidad Commonwealth de Virginia que estudia a El Salvador.
El gobierno de Bukele rechazó las peticiones de The Associated Press para entrevista, comentario o acceso a sus prisiones.
El gobierno de Bukele ha operado una robusta máquina de desinformación, ha suprimido a críticos y periodistas. En ningún lugar esto se hace más evidente que en las cárceles, comparadas con cámaras de tortura por dos funcionarios públicos y un expresidiario que hablaron con la AP bajo condición de anonimato por temor a represalias por parte del gobierno y las pandillas.
Al menos 90 personas han muerto bajo custodia, dijo el gobierno en noviembre. Desde entonces, no ha dicho nada sobre la cantidad de muertos.
Poco se sabe sobre las instalaciones más allá de videos muy producidos y musicalizados como películas de acción con los que Bukele satura las redes sociales mostrando imágenes de hombres tatuados llenando su “mega cárcel”.
“Esta será su nueva casa, donde vivirán por décadas, mezclados, sin poder hacerle más daño a la población”, tuiteó Bukele.
Los funcionarios de seguridad pasan por mucha presión para hacer más arrestos, con los que pueden ganar días de vacaciones adicionales en Navidad, dijo uno de los funcionarios que habló con la AP y que ha trabajado durante décadas en zonas controladas por pandillas.
“Se detuvo una cantidad de gente inocente”, dijo el agente. “Estábamos cometiendo delitos”.
Casi una de cada seis personas encarceladas es inocente, calcula el sindicato policial que monitorea las detenciones del país. El grupo local de derechos humanos Cristosal documentó 3.344 casos de violaciones a los derechos humanos en los primeros 11 meses en que se implementaron las medidas severas contra las pandillas.
Sin embargo, la tasa de aceptación del presidente se ha disparado a 91%, según una encuesta de marzo realizada por LPG Data. Al igual que la aceptación de las medidas severas.
“El presidente está haciendo lo que nadie ha podido hacer. Y estás consciente que hay mucha gente inocente en el medio”, dijo Jorge Guzmán, un sacerdote en el barrio de Pacheco. “Pero uno acepta lo que está pasando como algo que tenía que suceder”.
Bukele ha aprovechado su popularidad para consolidar aún más el control. “Es un modelo muy atractivo para el gobierno porque es un modelo que vende un tipo de populismo punitivo para generar popularidad y mantenerse en poder”, dijo Abraham Abrego, un líder de Cristosal.
El gobierno ha extendido una docena de veces el estado de emergencia de Bukele. En septiembre, el mandatario anunció que se postularía para la reelección pese a que la constitución prohíbe que los presidentes cumplan periodos consecutivos.
Cuando le preguntaron qué pensaba sobre Bukele, Pacheco, la dueña de la tienda, respondió: “Nunca he votado en mi vida y ahora votaría por él”.
Incluso aunque Bukele dio un golpe histórico a las pandillas, estas merodean discretamente en las zonas que alguna vez controlaron, según locales y empleados del gobierno.
El agente dijo que muchos de los capturados por el gobierno eran elementos de bajo nivel, personas que recolectaban los pagos de extorsión o vigilancia. Los pandilleros siguen libres en partes de México y Guatemala, y sus familias siguen rondando en las zonas que alguna vez controlaron.
Al interior de las prisiones, funcionarios y expresidiarios dicen que los pandilleros acumulan una especie de furia vengativa. El agente dijo que existe un temor generalizado entre colegas de que eventualmente sean blanco de ataques vengativos por parte de los pandilleros.
“Todavía están aquí. Todo el día. Escuchando, guiando”, dijo Jennifer Luna de Díaz, la hija de 27 años de Pacheco. “Tengo miedo por mis niños, mis dos hijos”.
Otros agonizan ante la duda de si verán otra vez a su hijo, su madre, su hermano.
Gisel tenía 17 años cuando las autoridades fueron tras sus padres luego de recibir una pista anónima. Ella y su hermano de 8 años, Brayan, vivían tranquilamente en un pueblo productor de café, en donde jugaban futbol los fines de semana con su padre que era albañil y que Gisel afirma que nunca estuvo involucrado en pandillas.
Ella habló con la AP bajo condición de no dar su apellido por temor a represalias.
Hace seis meses, regresó de clases y encontró su comunidad repleta de soldados y a sus padres sentados y esposados. Fue lo último que supieron de ellos.
Más de 45.100 niños tienen al menos un padre detenido, según datos del gobierno compartidos con la AP. Al menos 1.675 niños se han quedado sin familias que los cuiden.
La familia extendida de Gisel y Brayan los ayudan, y su tía recorre horas en autobús desde San Salvador para atenderlos. Aún así, Gisel escucha a su hermano llorar durante las noches.
“El dolor lo consume por dentro”, dijo Gisel, ahora de 18 años. “Hoy él no demuestra sus sentimientos. Él es un poco más apartado. Él sufre porque yo sé que sufre”.
Mientras esperan noticias de sus padres, Gisel se aferra a pequeños objetos del pasado, hojeando un álbum de fotos. “Yo extraño más el sentimiento, el cariño que ellos no nos están mostrando ahorita. Pues un abrazo de mamá, un abrazo de papá”.