Por Redacción
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En solo su primer año de regreso a la Casa Blanca, el presidente Donald Trump ha llevado la personalización del poder presidencial a un nivel que historiadores consideran inédito en la historia moderna de Estados Unidos. Buques de guerra, programas gubernamentales, monumentos nacionales y hasta instituciones culturales emblemáticas han sido rebautizadas —o están en proceso de serlo— con el apellido del mandatario, una práctica que rompe con décadas de tradición política y decoro institucional.
Durante diciembre, Trump anunció que un nuevo tipo de buques de guerra llevará su nombre; impulsó el cambio de denominación del Instituto Estadounidense para la Paz; y autorizó que el icónico Kennedy Center de Washington incorpore oficialmente su apellido. Desde la semana pasada, el centro cultural aparece como The Donald J. Trump and the John F. Kennedy Memorial Center, una decisión que ha generado controversia legal y política.
A estas iniciativas se suma la promesa de construir un arco del triunfo —el llamado Arc de Trump— en el National Mall, así como la demolición del ala este de la Casa Blanca para levantar un gigantesco salón de baile que, según la Casa Blanca, llevará el nombre de The Donald J. Trump Ballroom. La magnitud del proyecto ha generado críticas tanto por su impacto arquitectónico como por su simbolismo político.
Para los expertos, esta conducta no tiene precedentes claros en la historia presidencial estadounidense. Tradicionalmente, los homenajes a expresidentes llegan después de abandonar el cargo y suelen ser impulsados por el Congreso, gobiernos locales o la sociedad civil, no por el propio mandatario.
“No existen precedentes de esta naturaleza”, señaló Russell Riley, codirector del Programa de Historia Oral Presidencial del Centro Miller de la Universidad de Virginia. “Culturalmente, siempre se consideró inapropiado que un presidente se homenajee a sí mismo mientras ejerce el poder. El valor de estos tributos residía en que fueran otorgados por otros, como reconocimiento colectivo al servicio prestado”, explicó en un correo electrónico.
Del negocio inmobiliario al poder presidencial
Para quienes han seguido la trayectoria de Trump, esta tendencia no resulta del todo sorprendente. Antes de llegar a la política, el actual presidente construyó una carrera como promotor inmobiliario basada en la explotación comercial de su nombre como marca. Torres residenciales, hoteles, casinos, campos de golf, bodegas y hasta un cóctel exclusivo en su club Mar-a-Lago han llevado durante décadas el apellido Trump.
Ese mismo patrón se ha trasladado ahora al ejercicio del poder. Programas como Trump Rx, una plataforma gubernamental para ofrecer medicamentos con descuento; las Cuentas Trump, un esquema de ahorro e inversión para recién nacidos; y las tarjetas Trump Oro y Trump Platino, que ofrecen vías aceleradas de residencia para grandes inversionistas, refuerzan la idea de un Estado cada vez más personalizado en torno a la figura presidencial.
“El presidente actúa como alguien que disfruta profundamente de la adulación pública y que es social y políticamente transgresor”, explicó Riley. “Su base interpreta estos gestos como un desafío directo a la élite política de Washington, y la indignación de esa élite no hace más que reforzar el vínculo con sus seguidores”.
Según analistas, la estrategia no solo alimenta el ego presidencial, sino que también cumple una función política: mantener movilizada a la base del movimiento MAGA, que celebra cada provocación como una victoria cultural frente al establishment.
Cambiar la historia a golpe de decreto
La obsesión nominal no se ha limitado al apellido del presidente. En su discurso de investidura, Trump anunció que el Golfo de México pasaría a llamarse “Golfo de América” y que la montaña más alta del país dejaría de ser Denali para recuperar el nombre de Monte McKinley, en honor al presidente William McKinley, una figura histórica que Trump admira por su visión expansionista.
También ordenó que el Departamento de Defensa vuelva a denominarse “Departamento de Guerra”, una designación abandonada tras la Segunda Guerra Mundial. Aunque el cambio carece de respaldo legal, el mandatario ha alentado su uso simbólico, con el apoyo del actual secretario Pete Hegseth, quien ya utiliza el título de “secretario de Guerra” en actos públicos.
El caso del Kennedy Center ha sido particularmente polémico. El centro fue nombrado en honor a John F. Kennedy en 1964 mediante una ley del Congreso, lo que pone en duda la legalidad del cambio impulsado por el patronato, integrado en su totalidad por personas cercanas a Trump. A pesar de ello, en menos de 24 horas, operarios colocaron las nuevas letras en la fachada del edificio, un gesto que sorprendió incluso a observadores habituales de la política estadounidense.
Trump afirmó sentirse “honrado” y “sorprendido” por la decisión, aunque la rapidez de la ejecución ha alimentado sospechas de que el cambio estaba planeado con antelación.
“Cualquier acción presidencial puede ser revertida por el siguiente mandatario”, advirtió Riley. “Apostaría a que el nombre de Trump no permanecerá en el Kennedy Center después de enero de 2029”.
Vanidad, provocación y legado
Más allá de la legalidad de cada medida, la pregunta central en Washington es qué busca Trump con esta estrategia de omnipresencia nominal. Para algunos, se trata de una combinación de vanidad personal y provocación política. Para otros, refleja un cálculo más profundo sobre el legado histórico.
Tras abandonar la Casa Blanca en 2021 en medio de una profunda polarización y luego de alentar las protestas que derivaron en el asalto al Capitolio, Trump parece decidido a asegurarse un lugar visible en la historia nacional, incluso si ese lugar resulta efímero.
“Tal vez no confía en que quienes vengan después vayan a honrar su memoria como él cree que merece”, señaló un analista político cercano al debate. “Así que prefiere hacerlo ahora, mientras tiene el poder para imponerlo”.
A medida que Estados Unidos se acerca al 250º aniversario de su fundación, y con la posibilidad de que nuevos monumentos lleven su nombre, pocos en Washington se atreven a descartar cuál será el próximo símbolo nacional en sumarse a la lista. En la capital, la única certeza parece ser que la huella de Trump —al menos en letras de molde— seguirá expandiéndose mientras dure su mandato.
