Por Agencias
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Los habitantes de Pie de la Cuesta, uno de los barrios de los trabajadores que atendían al turismo de la vecina Acapulco, sobreviven sin agua, luz ni apenas comida una semana después del desastre.
Cuando Andrés despertó, había una tumba nueva en el cementerio. Aunque llamarlo tumba sería demasiado decir: un cuerpo envuelto en una sábana, sin ataúd ni lápida y sepultado sin hacer ruido durante la madrugada. Por no tener, el muerto no tenía ni nombre. Los vecinos tuvieron que amarrar a los perros: la fosa era tan poco profunda que, atraídos por el olor, los animales escarbaban en busca del cadáver.
El lugar, en realidad, tampoco es un cementerio. Más bien un puñado de agujeros excavados en los pocos huecos libres de un cerro al que no puede llegarse en coche, sino por un estrecho camino de tierra, que acoge la otra cara del glamur decadente de Acapulco: San Isidro, en el pueblo de Pie de la Cuesta, uno de los barrios donde habitan los trabajadores que limpian, atienden y sostienen el funcionamiento de los hoteles; quienes cocinan en los restaurantes y pasean en barco a los turistas; los que sobreviven en los márgenes de esta ciudad que alguien que nunca conoció San Isidro apodó La perla del Pacífico.
Sobrepoblado y construido por sus propios habitantes sobre una montaña, el asentamiento es un accidente anunciado; un imán de derrumbes, terremotos y huracanes como Otis, que hace una semana arrasó las casas, limpió las palmeras de hojas y mató a la persona que ahora está enterrada junto al hogar de Andrés. Por lo menos, alguien había dejado flores recién cortadas sobre aquel triste montón de tierra.
—No sabemos si es mujer u hombre, no nos dimos ni cuenta. Yo pienso que lo vinieron a enterrar en la noche, cuando estábamos dormidos.
El anciano se encorva sobre la tumba. Hay dos trozos de madera atados para formar una cruz y una vela que todavía arde dentro de una lata de conservas oxidada que la protege del viento. Andrés calcula que hay unos cinco nuevos cuerpos en el cementerio desde que el huracán sacudió el cielo y desencajó la tierra. O quizá sean 10: a estas alturas, ¿quién lleva la cuenta? En cualquier caso, ninguno está incluido en la cifra de víctimas de Otis que defiende el Gobierno —46 muertos y 59 desaparecidos—, que aún no ha llegado hasta aquí. La casa de Andrés, de la que solo queda el esqueleto, tampoco entra en las estadísticas oficiales: unas 7.000 hectáreas de construcciones destrozadas que se traducen en 15.000 millones de dólares de daños económicos. Más lo que sea que sumen los San Isidros en los que nadie se ha molestado en preguntar.
Otis desembarcó en el Pacífico mexicano a sangre y fuego como un huracán de categoría 5, la más alta en la escala Saffir-Simpson. Ramón Loya (27 años), habitante del asentamiento desde hace dos décadas, recibió la embestida en la cabaña de madera y chapa que construyó hace años para darle un techo a su esposa, Itzel (21), y su hijo, Fernando (4). Primero llegó un viento suave y tramposo. Después la lluvia. “Empezaron a volar las láminas [del tejado], agarré a mi esposa y mi hijo y buscamos refugio”. La casa está pegada a la de su tía, de cemento, y allí se protegieron: todos al suelo, los colchones contra las ventanas.
—Era como un tornado, rebotaba el aire con el cerro y vibraba como si hubiera un helicóptero fuera.
Unas horas después, la cabaña era un amasijo de palos y hierro. La casa de su tía tampoco salió bien parada: la estructura resistió, pero el techo de la segunda planta se fue con el huracán. A pesar de ello, en las dos habitaciones que sobrevivieron, se refugian una decena de familiares que corrieron la misma suerte que Loya. “Mi tía se siente mal, ¿y quién no? Toda la vida trabajando y…”, en vez de acabar la frase, mira los escombros. “Estamos abandonados. Como estamos en la parte alta del cerro es muy difícil que [las autoridades] lleguen aquí, no nos ha venido a ver nadie. No llegan los coches. Está muy escasa la comida y el agua. Uno se desespera. Aunque seamos de los últimos, que no se olviden [de nosotros]”. Mientras habla, sobre el muro, el sol seca los lomos de varios peces recién pescados que serán la próxima cena.
Un pueblo turístico sin turistas
Don Héctor (70 años) aún recuerda cuando Pie de la Cuesta era una lengua de tierra verde desplegada entre el Pacífico y una enorme laguna de agua brillante, cuando todavía no había casas, restaurantes ni turistas. “Ahora hay hasta un bulevar”, dice. Lleva más de cinco décadas aquí y nunca ha sido testigo de nada que se parezca a Otis. Él se ha ganado siempre la vida, como Loya, paseando en barca a los turistas. El huracán destrozó su casa frente al mar, dejó “las paredes descarcajadas”, y ahora el anciano pasa el día deambulando sin nada que hacer por el embarcadero del faro. Juega a avistar las lanchas hundidas por el temporal. Para un pueblo que vive del turismo, pocas imágenes escenifican mejor la debacle que la mirada perdida de Don Héctor.
A Loya le cuesta hacer que su lancha salga del embarcadero. El huracán lo ha llenado de lirios acuáticos que se enredan en el motor y lo ahogan. Poco a poco, consigue abrirse camino entre un mar verde y espeso. “Se hundieron unas 15 lanchas, pero ya las estamos deshundiendo. Teníamos un muelle flotante muy bonito de 250 metros y lo desbarató. Los manglares los teníamos bien bonitos también y no dejó nada”. El joven conduce la barca a través de la laguna e imita el discurso que suele dar a los turistas: habla sobre la variedad de peces, la Isla de los Pájaros o cómo Sylvester Stallone rodó Rambó II en la base naval de Pie de la Cuesta. Desde el agua, se ve otra dimensión de los destrozos: los barcos sumergidos que un grupo de hombres trata de volver a sacar a flote, las palapas de la costa pulverizadas, tres pescadores con red tratando de agarrar algo que comer.
Un buen día, Loya ganaba 1.000 pesos; uno malo, 300. Diciembre, la mejor época para el negocio, está a la vuelta de la esquina, aunque después del huracán, ¿quién va a querer venir de visita? “Uno estaba contento porque venía la temporada [alta] y por lo menos tener un pesito ahorrado y, de pronto, [Otis] se llevó todo”.
“Sentías que movía el piso, como que te quería arrancar”
Pie de la Cuesta tiene una calle principal, alojamientos turísticos, bares y restaurantes, residencias de gente de dinero —muchos de ellos, extranjeros— y otro puñado de casas donde vive la gente del pueblo: la trabajadora, la pobre. Cuando Otis golpeó la costa, su ubicación, que un día corriente sería considerada un paraíso natural, la convirtió en una diana especialmente vulnerable.
Los habitantes han resistido ya una semana sin luz, agua, conexión a internet ni apenas comida. Aunque muchos han desistido ante el destrozo y se han refugiado con familiares o amigos. A los lados de la carretera se apilan montañas de escombros, basura, árboles y postes de la luz arrancados de cuajo. Hay militares que conducen carretera arriba y abajo; tiendas saqueadas por la necesidad; camiones médicos; una larga fila para recoger comida y productos básicos de la parte trasera de un camión; otra para llenar los garrafones de agua; otra para sacar dinero del banco del Ejército, aunque no haya donde gastarlo.
María de Jesús Abraham Rivera (46 años) camina entre las ruinas de lo que fue su restaurante, que, sobre la arena de la playa, encajó el impacto de Otis sin nada que lo amortiguara. “Aquí estaba la enramada; aquí una piscina para los niños porque es mar abierto y es peligroso”. Ahora todo es una maraña de madera, sillas y mesas rotas, hojas de palmera que hacían de techo, arena y cocos. “Dicen que los daños materiales se pueden recuperar. Eso será la gente de dinero. Nosotros, ¿de dónde? Nosotros no: esto es lo que tenemos, es el esfuerzo de muchos años. Mi papá hizo la cabaña e hizo todo. Ahora que ya no está él, la mano de obra es muy cara. La verdad, sí estamos olvidados. Aunque estemos rodeados de casas de puro dinero”, lamenta la mujer.
Todavía llora cuando recuerda la llegada del huracán. Lo único que sabían unas horas antes era que una tormenta tropical estaba en camino. El colegio de sus hijos (9 y 10 años) canceló las clases. “A partir de las 7 empezaron a decir que había subido a huracán de categoría 1, categoría 2…. A las 8 se termina el transporte, ¿qué íbamos a hacer?”. A las 11 se acostaron. Y a las 12 un viento de 250 kilómetros por hora llamó a la puerta con una furia inédita en estas costas.
—Nunca, nunca habíamos sentido algo así. Habíamos sufrido temblores fuertes y marejadas, pero nunca un aire así. Era como un tornado que venía como de allá [señala a la derecha], luego de acá [izquierda]. Rugía cada vez que venía una ráfaga de aire. Tronaba como cuando hay un terremoto. Sentías que movía el piso, como que te quería arrancar. Estábamos sentados y sentíamos que iba a levantarnos. Todas las ventanas de vidrio las rompió, los techos de todas las casas…
Las dos horas que el huracán estuvo sobre ellos las pasaron tirados en el suelo, arrinconados contra una pared, muertos de miedo mientras pensaban que en cualquier momento iban a salir volando. Como viven en una segunda planta, en la parte trasera del restaurante, se refugiaron en casa de su hermana. De la suya ya solo quedan los huesos. La última semana han sobrevivido quemando la madera que trajo Otis para cocinar el pescado que esperaban vender a sus clientes, aunque tuvieron que repartirlo entre los vecinos porque amenazaba con pudrirse. “Es feo, la verdad. No tenemos ni agua para lavarnos, ahora vienen las enfermedades. A mi hijo le dio dengue hemorrágico. Aquí estamos muy olvidados, no hay ni médicos”.
“Otis no nos dejó nada”
Los representantes del Gobierno han llegado este miércoles a la calle principal de Pie de la Cuesta. Una semana después del huracán, recorren las casas para evaluar los daños. Acaban de pasar por la de Leova Reséndiz (82 años) y su consuegra Gudelia Torres (88), que a pesar de su edad cuidan a un familiar más joven que sufre constantes ataques epilépticos y descansa en una hamaca durante el día. Otis les ha arrebatado lo poco que tenían: excepto las cuatro paredes de cemento, todo lo demás voló. Se salvaron porque uno de sus hijos las llevó con él antes de que todo empezara. “Gracias a Dios que nos salimos, si no, ¿qué hubiera sido de nosotras?”.
La vivienda huele a agua estancada y basura podrida; las mujeres no tienen la fuerza necesaria para limpiar. Aun así, las autoridades les han dicho que no podrán cobrar indemnización, porque sus documentos legales también desaparecieron con el viento, como los de muchos de sus vecinos. “Somos muy pobres, nosotras. La semana fue tremendamente fea, no hay agua, no hay luz, no hay nada en las tiendas. Ahorita la gente nos trajo cositas para comer, porque [Otis] no nos dejó nada”, se lamenta la mujer. Después se encoge de hombros y entona un “ni modo” con la resignación de quien lleva toda la vida acostumbrada a perder.