Por Agencias
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Este trastorno del ánimo no debe confundirse con las variaciones normales del humor, las reacciones emocionales intensas o la inestabilidad de carácter.
El trastorno bipolar es, probablemente, el trastorno mental grave más banalizado.
En contraste con los términos esquizofrenia o anorexia nerviosa, que evocan algo sórdido y oscuro, la llamada “bipolaridad” sugiere una divertida alternancia entre lo expansivo o genialoide y lo triste, entre lo amable y lo colérico.
“Mi jefa debe ser bipolar” o “yo es que soy un poco bipolar” ―seguido de una carcajada cómplice― son ya clásicos de las conversaciones triviales contemporáneas. Este malentendido es especialmente injusto con los pacientes y familias que sufren este grave trastorno, que supone la séptima causa de discapacidad mundial.
Y es que actualmente, ante la proliferación y extensión de etiquetas diagnósticas a las variantes de la normalidad, debemos estar atentos precisamente a lo que no son trastornos mentales.
La aparición de los sistemas de clasificación diagnóstica (CIE-11 o DSM-5) fue necesaria y útil en la historia de la psiquiatría, para por fin utilizar un lenguaje común, más o menos fiable, en lo que era una Torre de Babel.
Pero sus descripciones someras de los trastornos, con listas de criterios que un evaluador tipo marca con base en la observación clínica o el reporte de síntomas, dan lugar fácilmente a que cualquier persona, en un mal día, pueda ser diagnosticada de varias cosas a la vez.
No hay profundidad en la exploración psicopatológica ni sentido de la medida al poner el umbral de lo disfuncional.
De esta forma, las prevalencias aumentan, las comorbilidades ―coexistencias de varios trastornos― aumentan, y este sobrediagnóstico acaba perjudicando a los que realmente sí tienen un trastorno grave y limitante, que se ven incluidos en una maraña de banalidades y reciben una pobre asistencia.
Por ejemplo, es razonable pensar que tener emociones intensas negativas como tristeza, rabia, decepción, amargura y desolación, en determinadas circunstancias, no supone necesariamente tener un trastorno.
Imaginen el disparate de reducir el exuberante catálogo emocional de los dioses del panteón griego o de los personajes de la novela rusa del siglo XIX a unas cuantas categorías diagnósticas.
El ser humano vive siempre emocionado, su cerebro está constantemente evaluando su medio interno y externo para disparar respuestas preprogramadas (sí, el libre albedrío está sobrevalorado).
Las emociones son patrones de adaptación neurovegetativa, hormonal y conductual típica de nuestra especie, que pueden ser intensos y que pueden acompañarse de sentimientos, es decir, de la experiencia privada y subjetiva, con un componente cognitivo más elaborado.
En según qué contexto social o familiar, las emociones y sentimientos negativos pueden ser las formas más adaptativas de sobrevivir.
Exigir un ánimo estándar o correcto ―o incluso feliz― a personas con vidas miserables es una insensatez.
A menudo al psiquiatra se le pide elevar ese ánimo sin tocar el entorno, un truco de magia que los antidepresivos (muy útiles en sus indicaciones reales) no llegan a realizar.
Los humanos nos emocionamos, sentimos y, a veces, muy intensamente, nos apasionamos.
El romanticismo ha favorecido que limitemos la idea de pasión ―ese “sentimiento vehemente, capaz de dominar la voluntad y perturbar la razón”― al amor de pareja o a la nación, pero ya Gregorio Marañón nos informó, por ejemplo, de la pasión de mandar (en la impresionante biografía del Conde Duque de Olivares) o del resentimiento (biografía de Tiberio).
En la consulta, y en nuestro entorno, nos encontramos con personas movidas por la irresistible pasión de la envidia, el rencor (ay), el afán de superación, el odio, la alegría, el amor sin límites que se puede transformar en vacío, la lucha insuperable por modificar la ley de la gravedad o el puro afán de ser otro (hay mil ejemplos).
Vayan a una consulta de salud mental y verán un catálogo inmenso de la naturaleza humana que en otro tiempo no sería considerado patológico, una versión líquida y 2.0 de la Ilíada, junto con una desvalida representación de personas con trastornos mentales graves que, si la abrumadora lista de espera lo permite, reciben apenas la ayuda que necesitan.
Por tanto, la intensidad y riqueza de las emociones humanas normales no son un trastorno bipolar.
En segundo lugar, el trastorno bipolar puede confundirse con la inestabilidad emocional ocasionada por determinados rasgos de carácter.
Recordemos que la personalidad, la “forma de ser”, es ese patrón arraigado de características psicológicas que teóricamente mantenemos en el tiempo, que nos hacen diferentes a los demás y similares a nosotros mismos a lo largo de la vida.
Esto es bastante teórico, porque todos hemos tenido la sensación puntual de entrar en la cámara del terror de los recuerdos y vernos como absolutos extraños (la ropa ochentera no ayuda). Javier Marías lo cuenta con más elegancia en su gloriosa Todas las almas: “El que aquí cuenta lo que vio y le ocurrió no es aquel que lo vio y al que le ocurrió, ni tampoco es su prolongación, ni su sombra, ni su heredero, ni su usurpador”.
Pero, dicho esto, en líneas generales, podemos considerar que todos tenemos una personalidad más o menos definida, compuesta de temperamento (lo innato, genético, las cartas de la baraja que recibimos) y carácter (lo que resulta de la interacción con el ambiente, lo que se forja a través de la experiencia, el juego de cartas en sí).
Hay rasgos de personalidad, de causa multifactorial, como el deseo permanente de agradar o ser el centro de atención, de controlar el entorno ―incluyendo a las personas amadas―, la necesidad de ser admirado y adulado ad infinitum, el miedo real o imaginado a ser abandonado, etcétera, que desembocan fácilmente en inestabilidad emocional, en cambios súbitos de estado de ánimo.
Una persona empieza el día tan contento, pero se entera de que no lo han invitado a la cena de empresa (el email se fue al spam) y súbitamente nota una congoja en el pecho y piensa que le hacen el vacío y que nadie lo reconoce y lo ama suficientemente y se llena de rabia y desprecio. Efectivamente: tu jefa no es bipolar, probablemente sea narcisista o controladora.
El trastorno bipolar es otra cosa.
Afecta en torno al 1,5% de la población y es la alternancia de fases de depresión (de verdad, enfermedad depresiva, no “bajones” ni frustraciones) con episodios de manía, en los que el sujeto está anormalmente expansivo o irritable, con verborrea, pensamiento acelerado, ideas megalómanas de omnipotencia, reducción en las horas de sueño (no hay insomnio: al paciente no le hace falta dormir), impulsividad, conductas de riesgo, gastos desorbitados y, casi en la mitad de los casos, delirios y alucinaciones (pueden creer tener poderes o escuchar voces). Es cosa seria: el paciente en absoluto cree tener ningún problema ―es habitual que se niegue a ingresar o tomar medicación― y el cuadro puede acabar de cualquier manera.
Afortunadamente, existen fármacos útiles para “bajar” estos cuadros y otros ―las benditas sales de litio, a las que responde totalmente al menos un tercio de los pacientes― que previenen recaídas.
Tenemos más problemas para tratar la depresión bipolar, hay menos herramientas y son menos eficaces, y a ella se asocia gran parte de la discapacidad del trastorno.
En el Hospital Clínic de Barcelona tenemos uno de los grupos punteros a nivel mundial en el trastorno bipolar ―qué poco reconocemos a nuestros científicos de élite…― y una de sus aportaciones ha sido proporcionar evidencia de la eficacia de la psicoeducación en esta enfermedad.
Dar herramientas al paciente para conocer el trastorno, lidiar con él, minimizar su impacto en el proyecto personal de cada uno, adherirse a los tratamientos que funcionan… se ha visto imprescindible para una buena evolución.
Otro ejemplo de que el abordaje farmacológico de los trastornos mentales graves siempre debe acompañarse de psicoterapia, porque es eficaz y porque da sentido y significado al tratamiento.
El trastorno bipolar es algo serio y debemos ofrecer todas las intervenciones eficaces para la población afectada, de forma universalmente accesible.
Esto requiere medios, personal y conocimiento, y la banalización del término puede jugar en contra.