
Por Luis A. Cervantes
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Hace millones de años, cuando dioses y titanes caminaban entre los hombres, un valeroso titán llamado Prometeo cambió la historia de la humanidad para siempre.
Sus padres, Jápeto y Clímene, se aseguraron de criarlo con buenos principios y, junto con sus hermanos Atlas, Epimeteo y Menecio, aprendió el valor de la amistad y la lealtad.
Desde pequeño, Prometeo destacó por su astucia y templanza, pero, por encima de todo, era famoso por su deseo de convivir con los seres humanos, y siempre que tenía oportunidad, bajaba a las aldeas para estar entre los mortales.
Por mucho tiempo, la convivencia entre hombres, dioses y titanes fue pacífica, hasta que los dioses del Olimpo, liderados por Zeus, decidieron que era momento de derrocar a los titanes.
Se desató una cruel guerra que asoló por completo la superficie de la Tierra, llevando al borde de la extinción a los indefensos seres humanos.
Prometeo y dos de sus hermanos se mantuvieron neutrales cuando comenzó la Titanomaquia, conscientes de que el reinado de los titanes llegaba a su fin.
Durante la mítica lucha, los hermanos intentaron la reconciliación entre ambos bandos.
Al finalizar la guerra, Prometeo, Epimeteo y Atlas fueron los únicos titanes que no terminaron encerrados en el Tártaro.
Desde entonces, la fama de Prometeo como defensor de la humanidad ante los dioses inmortales creció, ya que admiraba a los primeros hombres por su carácter pacífico y la armonía con la que vivían, sin importarles que su vida fuera efímera.
Cuando Zeus tomó su lugar como señor del Olimpo, exigió que los mortales lo adoraran y ofrecieran sacrificios humanos en su honor, pero Prometeo se opuso y aconsejó a los hombres que solo hicieran sacrificios de animales.
Lleno de ira por la desobediencia, Zeus desterró a los humanos del Olimpo y decretó que debían valerse por sí mismos, pero su venganza no terminó ahí: también les quitó el conocimiento de cómo encender fuego.
Prometeo sabía que, sin fuego, la humanidad perecería, entonces, se escabulló en el Olimpo y, astutamente, robó una brasa del fuego sagrado de Hestia para entregársela a l@s humanos y asegurar su prosperidad.
Tras el robo, Zeus ordenó a Bía y Cratos (las personificaciones de la fuerza y la violencia), que capturaran y encadenaran a Prometeo en lo alto del monte Cáucaso, donde un águila gigantesca le devoraría el hígado cada día.
Pero como Prometeo era un titán inmortal, su hígado se regeneraba cada noche, devolviéndole la vida, solo para que el águila volviera a devorarlo al amanecer, es así, Zeus pretendía castigarlo por la eternidad.
A pesar del tormento diario, Prometeo nunca se arrepintió de haber robado el fuego para el bienestar de la humanidad.
Pasaron milenios hasta que el destino quiso favorecer al titán.
Durante uno de los 12 trabajos impuestos por Hera, el héroe Hércules subió al Cáucaso y, al ver el castigo que sufría Prometeo, disparó una flecha al águila y la mató.
Luego, rompió sus cadenas y lo liberó como muestra de gratitud por haber salvado a la humanidad de la extinción.
Para devolverle el favor, Prometeo le reveló a Hércules cómo obtener las manzanas doradas del Jardín de las Hespérides… pero esa ya es otra historia.
Tras recuperar su libertad, Prometeo bajó nuevamente a las aldeas para mezclarse con la gente, feliz de saber que, gracias a su decisión en los albores del tiempo, los seres humanos reinarían sobre la faz de la Tierra.