Por Agencias
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Es imposible encontrar un rincón en Acapulco donde no se siga percibiendo la estela de destrucción que dejó el huracán Otis. Pero hay un lugar donde el dolor y desesperación se siente quizá aún más vivo.
En el malecón del popular balneario mexicano, que hasta hace poco estaba lleno de turistas, ahora se reúnen los familiares de trabajadores de barcos que desaparecieron aquí tras el impacto del huracán y que, según cifras oficiales de este viernes, dejó un total de 46 muertos y 56 personas en paradero desconocido.
Ha pasado semana y media pero siguen sin saber de ellos. Son principalmente mujeres que llegan al malecón desde la mañana y no se van hasta que, al anochecer, la ciudad —que aún tiene problemas de suministro eléctrico— se sume en una parcial oscuridad.
Aquí esperan cada día durante horas por novedades sobre su paradero, por si alguien les trae noticias de que algún herido apareció en el hospital o por si, desgraciadamente, un nuevo cuerpo encontrado en el agua podría poner fin a su incertidumbre.
Juntos se dan apoyo y, de algún modo, sienten más cerca a sus familiares al estar en la zona donde trabajaban y donde, como cada vez que venía una tormenta, tenían que pasar la noche dentro del barco de sus patrones para cuidarlo.
Pero esta vez, ninguno esperaba que la fuerza de Otis sería tanta que acabaría partiendo en dos y hundiendo muchas de sus lanchas.
Por trabajar esa trágica madrugada del 25 de octubre, algunos trabajadores recibieron un pago extra de 200 pesos mexicanos. Les tocó jugarse la vida por menos de US$12.
Desolados sin ayuda
Es el caso de Epifanio García, de 43 años, aunque todos aquí lo conocen como Felipe. Con más de dos décadas de experiencia como marinero, daba de comer a los peces bajo el agua y hacía las delicias de quienes lo veían a través del fondo de cristal de la lancha en la que trabajaba.
Como no gana más de US$40 a la semana, también es clavadista y se lanzaba al agua desde gran altura a cambio de una propina de los turistas.
“Es injusto. Yo le decía que no fuera cuando había huracanes, pero él es tan responsable que me decía que de ahí comemos. Y esa noche no regresó”, le dice su esposa Rosario Campos, muy cerca de donde estaba la taquilla de la empresa para la que trabaja su marido y que, también, voló prácticamente por los aires.
Mantiene la esperanza de que él siga con vida. Que esté en un hospital quizá inconsciente y no haya podido comunicarse. Cuenta que en la base naval hay personas heridas pero asegura que no le dejan pasar para comprobar si entre ellos está su marido.
“Otra noche vamos a estar sin él, con esa incertidumbre, esa congoja… es desesperante”, lamenta.
También Azucena Ochoa se intenta mostrar optimista respecto a su sobrino, Mauricio Bibiano, quien es capitán de una embarcación con solo 22 años. Pero, al mismo tiempo, pide ayuda para buscar en el mar a su familiar, de quien habla a la vez en presente y en pasado sin darse cuenta.
“El gobierno no ha hecho nada, no ha mandado embarcaciones para buscarlo. Que las autoridades hagan algo, porque aquí está desolado. No tenemos ayuda, no hay cómo ir a buscarlos, nada”, reclama.
“Imagino que lo tumbó la ola. Tengo esperanza en que Dios me lo regrese, y si no, que me lo entregue aunque sea muerto, pero que me lo dé”.
Buscando a su papá
La madre de Brian Jiménez, marinero de 22 años, se aferra a creer que su hijo sigue con vida porque, horas después de que Otis lo sorprendiera mientras vigilaba la lancha en la que trabaja, su nombre apareció en la lista de personas atendidas de un hospital.
“Supuestamente llegó el miércoles por la tarde, lo reanimaron y le dieron de alta en la noche, cuando aún todo era un desastre con agua y lodo. A lo mejor al salir, con el shock del mar y el torbellino, se sintió mal en el camino… pero tengo la esperanza de que alguien lo recogió o lo trasladaron a otro lado”, relata Elizabeth Rodríguez.
Mientras hablamos llega Felipe, el hijo adolescente de Rosario Campos. Le dice que ha oído que aparecieron dos cuerpos en la base naval, que ya se han deshinchado y que podrían ir para ver si se trata de su padre.
Con 14 años, él mismo se encarga de la penosa tarea de buscarlo buceando en la zona del naufragio. “El barco está allí, hecho pedazos. Yo busco las pertenencias de mi papá, pero no hay nada. Hay otros cuerpos atorados en los barcos. Tengo la esperanza de que él no está ahí, siento que está en el hospital.
«La verdad es que no me gustaría encontrarlo bajo el agua”, cuenta con asombrosa entereza.
En una ciudad costera como Acapulco, el mar marca la vida de casi todos sus habitantes. Felipe dice que quiere trabajar en los barcos como su padre, pero que tiene muy claro que no se quedará nunca a velar las lanchas en caso de huracán.
“Después de esto, que veo que no buscan a mi papá… ¿para qué voy a pasar por lo mismo, y que ni las autoridades ni los patrones se preocuparan por mí?”, se pregunta.
Escenario de terror
Más allá del malecón, Acapulco sigue luciendo completamente devastado más de una semana después de que Otis lo arrasara.
Ya se puede circular por carretera, pero los árboles caídos, los edificios de los que solo quedó su esqueleto, el barro, los cristales y techos que volaron por todas partes ofrecen una imagen dantesca.
La basura se acumula en las calles y el olor se impregna en la nariz y garganta. Algunos vecinos la queman haciendo más insoportable los más de 30 °C de temperatura de la que no hay manera de aliviarse con ventilador o aire acondicionado: el servicio eléctrico, al igual que el de agua corriente o internet, siguen sin funcionar correctamente en parte de la ciudad.
Algunos vecinos dicen que es como una película de terror, como una ciudad fantasma en la que todas las tiendas y grandes almacenes continúan cerrados y destrozados tras el huracán y posteriores saqueos masivos.
El ejército se desplegó para tratar de mantener el orden y resguarda las pocas gasolineras o bancos que vuelven a dar servicio. Pero algunos grupos de vecinos decidieron organizarse por su cuenta y vigilar sus colonias durante las noches resguardándolas con barricadas.
“La gente que está ahora intentando robar es la que saqueó y se llevó refrigeradores, motos o estufas, pero no agarraron para comer. Y aquí la policía pasa, pero no entran a dar ayuda. Eso sí, tampoco se meten con nosotros”, aseguran Nectalí y Julio César, dos vecinos de la colonia Nuevo Progreso armados con machetes en la oscuridad.
En este escenario, la única opción para los acapulqueños que quieren comprar agua o comida es desplazarse hasta Chilpancingo, la capital del estado de Guerrero, a una hora de distancia.
Quien no tiene cómo viajar allá, sobrevive gracias al reparto de despensas y donaciones por parte de gobierno, soldados y especialmente grupos de ciudadanos venidos de todo el país que vuelven a mostrar la tradicional solidaridad mexicana que aflora cuando deben enfrentar no pocas catástrofes como esta.
“Hasta esta despensa, yo no había recibido ningún apoyo”, asegura Jenny Tamabustos, una vecina que acaba de recibir agua, latas de conserva y productos de higiene en el Palacio Municipal. “Cuando el Paulina [el huracán que azotó Acapulco en 1997] sí que hubo ayuda más pronto, pero ahorita está muy lenta”, critica.
Comenzar tras perderlo todo
Siete días después del huracán, el gobierno de México anunció un plan de reconstrucción para Acapulco por casi US$3.500 millones que incluye la exención del pago de impuestos, apoyos económicos y entrega de electrodomésticos y despensas, entre otros.
Hay mucha incertidumbre por saber cómo saldrá adelante una población tan dependiente del turismo durante los primeros meses.
Pero fuera de la zona más conocida por los visitantes, son miles los acapulqueños que también lo perdieron prácticamente todo y que esperan con ansias cualquier tipo de ayuda.
Situada en lo alto de un cerro, la colonia Cumbres de Llano Largo fue una de las más afectadas por la furia de Otis. Pasear por sus calles es ver un cementerio de viviendas ahora resguardas por sábanas después de que sus techos de lámina volaran por los aires.
A Evangelina Rodríguez, una mujer de 69 años, el viento y el agua se lo arrebataron todo. Electrodomésticos, ropa, colchones… nada se salvó de lo que tenía en la vivienda construida con sus manos hace 30 años.
“Todo se cayó, nos quedamos en cero. Trabajar toda la vida para tener esto, y en dos horas quedarte sin nada… esto es muy feo. Cuando vi mi casa, ya no quería ni vivir de verla así”, cuenta sin poder dejar de llorar mientras muestra lo que queda de ella.
Los familiares de los marineros desaparecidos también sufrieron pérdidas materiales, pero aún no tuvieron tiempo de pensar en eso.
“Lo perdí todo, perdí mi casa. Pero lo demás va y viene, lo único que quiero recuperar es a mi hijo. Es nuestro único hijo”, repite la madre de Brian Jiménez.
El grupo de familiares seguirá a la espera de noticias en el malecón frente al mar que permitía a sus seres queridos ganarse la vida, pero que ahora no saben si se la arrebató y al que le piden que se los devuelva.
“Él va a regresar. Tiene que regresar porque nos dio una esperanza al aparecer tras el huracán en el hospital y dar su nombre. Va a regresar, no me puede fallar”, dice la mujer entre llantos.