Por Max Vásquez
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En The Secret Agent, el cineasta brasileño Kleber Mendonça Filho nos arrastra sin concesiones a un Brasil de 1977 que huele a sudor, sangre y carnaval.
Lo hace con una elegancia corrosiva y una sensibilidad política aguda, construyendo un thriller pausado, casi contemplativo, que no teme detenerse en la decadencia del entorno ni en los silencios de su protagonista.
Protagonizada por un contenido pero imantado Wagner Moura,galardonado como Mejor Actor en el Festival de Cannes, esta cinta es menos un relato de espías que un retrato íntimo del miedo y la paranoia bajo una dictadura militar.
El título puede inducir a error. Marcelo, el personaje central interpretado por Moura, no es un espía al uso.
No hay gadgets ni persecuciones espectaculares, sino huidas discretas, identidades cambiadas y miradas que dicen más que cualquier línea de diálogo.
Marcelo es un fantasma urbano: un hombre que espera que pase la tormenta política mientras trata de mantener un perfil bajo.
Pero esa calma superficial se ve constantemente interrumpida por la violencia cotidiana de Recife: cuerpos putrefactos tirados a la intemperie, policías que no se inmutan ante el crimen, y una atmósfera tan cargada de tensión que cada escena se siente como una amenaza latente.

Mendonça Filho, quien también dirigió las aclamadas Aquarius y Bacurau, sigue obsesionado con el pasado, la memoria colectiva y la violencia estructural en Brasil.
Aquí lo hace con una narrativa elíptica, fragmentada, que mezcla registros y estilos con audacia.
La historia está enmarcada por una archivista del presente que escucha cintas grabadas durante la dictadura: entrevistas, llamadas telefónicas interceptadas, testimonios a media voz.
Esta estructura permite un juego con la temporalidad y con la fragilidad del recuerdo, y a su vez pone en evidencia cómo la represión política deja cicatrices que persisten incluso cuando ya nadie habla de ellas.
La cinematografía es uno de los aspectos más destacados de la cinta.
Evgenia Alexandrova, compone imágenes cargadas de simbolismo: la ciudad entre la podredumbre y el éxtasis del carnaval, los interiores oscuros donde se oculta la resistencia, y una vieja sala de cine restaurada que funciona como refugio de memorias.
Es en esa sala, reconstruida por el director como homenaje a los cines de su infancia, tema que exploró el año pasado en Heartless, donde el filme se vuelve también un acto de nostalgia cinéfila.
Esa dualidad entre documento político y elegía personal es lo que le da profundidad a The Secret Agent.
Pero el filme también se permite el absurdo y el humor negro.
Una de las secuencias más extrañas y memorables involucra una leyenda urbana: una pierna peluda desmembrada que ataca personas por la noche.
Es grotesco, delirante, pero también funciona como una metáfora del miedo bajo un régimen opresivo.
La violencia, en ese contexto, adquiere formas insólitas y los horrores cotidianos se mezclan con lo fantástico.
Este tipo de decisiones tonales, que en manos menos hábiles podrían parecer un capricho, aquí enriquecen el universo de la cinta y refuerzan su lectura como un retrato de una sociedad desquiciada por la represión.
En cuanto al elenco, la película está poblada por personajes memorables.
Maria Fernanda Cândido aporta gravedad como “Elza”, una especie de abogada y demagoga que lucha por preservar una verdad que los periódicos no pueden publicar.
Udo Kier, en uno de sus últimos papeles antes de fallecer, aparece como un sastre judío, sobreviviente del Holocausto, cuya historia se convierte en una denuncia más de la indiferencia institucional ante el sufrimiento.
Y no faltan los toques de ternura, como el hijo de Marcelo, obsesionado con Jaws, que aporta una dimensión emocional al conflicto del protagonista.
Las comparaciones con otras películas sobre dictaduras latinoamericanas, como La historia oficial (Argentina, 1985) o Machuca (Chile, 2004), son inevitables, pero The Secret Agent se aparta del melodrama y del testimonio lineal.
Aquí no hay redención ni conclusiones claras. Mendonça Filho apuesta por la ambigüedad, por el clima, por una experiencia sensorial que exige paciencia al espectador.
Si Bacurau era una fábula política disfrazada de western distópico, esta nueva cinta es más íntima y críptica, pero igual de comprometida.
Musicalmente, la cinta también se mueve entre la euforia y la melancolía.
Desde los acordes sensuales de Donna Summer hasta éxitos brasileños de los años 70, la banda sonora acompaña esa sensación de que la vida sigue, incluso cuando todo a su alrededor parece derrumbarse.
Esa contradicción, bailar mientras el régimen mata, es parte del corazón de The Secret Agent.

Con una duración de 158 minutos, el filme no tiene prisa, y tampoco la necesita, este es cine que respira, que observa, que incomoda sin necesidad de estridencias.
Mendonça Filho ha creado una obra profundamente personal, cargada de simbolismos, que habla de un país específico en un momento particular, pero cuyos ecos son universales.
The Secret Agent es una elegía política, una carta de amor al cine y un retrato íntimo del miedo. Una película para mirar con atención y dejar que se impregne en la piel. Porque en tiempos donde la historia tiende a repetirse, recordar sigue siendo un acto de resistencia.
