Por Agencias
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Moisés Vega tiene un oficio peculiar: hablar con los volcanes.
Él sabe leer el viento y los temblores de la tierra. Entiende que el pecho del volcán más famoso de México hace rugir los suelos para avisarle que debe estar listo, que pronto el aire se cubrirá de humo, ceniza o material incandescente.
El diálogo entre ambos escapa a los informes científicos y titulares noticiosos. Como todo granicero, siente la vida del Popocatépetl sobre su rostro y bajo los pies.
Es difícil traducir su oficio a otros idiomas, pero dice que también se le puede llamar curandero, tiempero o nahual. Desde Amecameca, el poblado del centro de México donde habita, cuenta que su trabajo es curar males físicos, pedirle a su volcán buen clima para la cosecha y difundir la sabiduría de sus ancestros.
“Su labor se basa en el México prehispánico de la conciliación con la naturaleza”, dice el arqueólogo Arturo Montero, de la Universidad del Tepeyac. “Son reguladores del clima y consideran que las montañas son espíritus de la naturaleza”.
Don Moi –como todos lo llaman— tiene 64 años y y asegura que aprendió el lenguaje de los volcanes desde niño. Su trabajo suele atraer atención cada que “El Popo” incrementa su actividad y provoca que México cierre aeropuertos, trace rutas de evacuación y la prensa viaje a fotografiar cómo viven los habitantes de sus faldas.
Para él, los volcanes no despiertan temor. “El Popocatépetl es nuestro padre y el Iztaccíhuatl nuestra madre. Son dadores de agua y nosotros no les tenemos miedo. Al contrario, que estén exhalando es una bendición porque nos dan vida”.
Diversos expertos han documentado cómo los líderes religiosos del país han venerado a los volcanes antes, durante y después de la Conquista (1521). Esos códices y crónicas también revelan cómo su percepción y rituales se han modificado con el tiempo y su contexto.
Debido a la movilización de campesinos hacia las ciudades y la necesidad de buscar otros trabajos, las prácticas de graniceros contemporáneos como don Moi han perdido conexión con los procesos originales, explica Montero. Sin embargo, al responder a las consultas de antropólogos, periodistas y curiosos también han logrado preservar parte de su legado ancestral.
Frente a una cueva artificial que recrea los adoratorios que los vecinos del Popocatépetl han construido sobre él, don Moi cuenta que los rituales que realiza fusionan elementos prehispánicos y cristianos.
Sus sitios sagrados tienen cruces, por ejemplo, pero sobre ellas nunca está Jesús crucificado. Sólo las pintan de azul para representar al cielo o de blanco para emular nubes.
“Respeto la religión porque crecimos en este lugar, pero lo de nosotros es la montaña”, dice don Moi. “La montaña nos habla en palabras de los abuelos, no en las palabras del conquistador”.
El estruendo de su volcán le dice que algo anda mal. Puede que un santero haya subido a sus laderas para realizar un sacrificio animal que sea contrario a sus creencias. Que algún ladrón haya saqueado las cruces de sus adoratorios. Que un grupo de jóvenes alcoholizados haya ensuciado su suelo.
Los borrachos son inadmisibles, dice don Moi, porque eso perjudica a los espíritus que bajan a convivir con la gente. “Los espíritus toman el alcohol del borrachito y se emborrachan y en el cielo empiezan a mover el tiempo y eso es terrible”.
Hay días en que no sólo el Popo conversa con él. El cielo también le manda avisos y él tiene que “barrer el viento”. Cuenta que los graniceros como él son guardianes que saben leer cuando una nube trae granizo y deben evitar que arruine sus cosechas agitando una escoba que fabrican con ramas que sólo crecen en “El Popo”.
“La escoba es importantísima porque es parte de su raíz”, afirma. “Ahorita es la temporada que la milpa está creciendo y si el granizo nos gana, nos destruye. Y al haber destrucción, viene el hambre”.
Para convertirse en granicero no hay escuelas, dice don Moi. “Tienes que ser pegado por el rayo, por la enfermedad”. Precisa que a él le ocurrió lo primero y se ordenó como granicero en 1998.
No hay cifras oficiales de cuántos colegas tiene en México, pero él dice que en Amecameca sólo hay cuatro –él incluido– y calcula que en los pueblos cercanos podría haber un número similar.
La percepción sagrada que se tiene hacia el Popo varía de poblado en poblado, pero muchos coinciden en que el volcán no amenaza sus vidas. Leticia Muñoz, quien vende aguacates y melocotones en la localidad de Ozumba, dice que confía más en los graniceros que en el gobierno. “Uno ve que (el volcán) no hace nada. Si hubiera querido, estalla”.
Este recelo no es casual. Aunque el volcán ha incrementado su actividad desde 1994, no ha dejado víctimas ni daños en los alrededores. Ese mismo año, las autoridades obligaron a parte de la población a evacuar y muchos denunciaron la pérdida de sus animales y consideraron que fue un intento por arrebatarles sus tierras.
El vínculo entre las comunidades y los volcanes se ha mantenido a través de los siglos porque cada coloso responde a las necesidades de sus pobladores. La antropóloga de la Universidad de las Américas Puebla (UDLAP), Laura Elena Romero, dice que en Mesoamérica las montañas sagradas se asocian a los recursos fundamentales para la vida y por eso graniceros como don Moi pueden solicitarle lluvia y otros piden protección para migrar o prosperidad para sus negocios.
“El ritual no es obsoleto porque se adecúa a las necesidades de cada momento”, explica.
Las comunidades lo consideran uno de los suyos y por eso personas como don Moi dicen saber lo que le molesta y hacen cuanto pueden por frenar su furia. La antropóloga narra que en Puebla, donde trabaja, los cuerpos de protección civil impidieron que los pobladores le subieran ofrendas este año y la gente –preocupada– gritaba: ¡Baja, don Goyo! ¡Baja! ¡No nos dejan subir pero aquí tenemos tu ofrenda! ¡Baja!
Llamarlo “Don Goyo” tiene un trasfondo astronómico que podría relacionarse con la posición del sol pero también refleja la cercanía que el lenguaje instaura entre los hombres y su volcán.
“Al considerarlo uno de los suyos, saben que lo que le afecta viene de fuera”, afirma la experta. “El volcán no quiere dañar a la gente a la cual pertenece. Es un integrante del pueblo y hay una idea de que hay cierta especie de control sobre su actividad”.
La narración que cada mexicano cuenta sobre sus volcanes expresa la relación que su comunidad tiene con él. Puede que en las ciudades se esconda tras los edificios o la contaminación, pero para quienes lo ven con cada despertar es una presencia que respira.
Don Moi platica que, cuando no es época de rituales, su volcán le habla mientras duerme.
Hace varios años, el arqueólogo Arturo Montero le platicó que viajaría a Japón y visitaría el Monte Fuji, otro pico sagrado cuya geografía ha dado arraigo a la identidad de su país. El granicero se emocionó: déjame hablar con el Popo; voy a preguntarle qué ofrenda puedo preparar para él.
Don Moi soñó a su volcán y él respondió. Al despertar preparó un regalo, lo envolvió en tela y Montero cruzó el mar con él sin espiar en su interior. Como el granicero, sabe bien que ese mensaje no le pertenece.
Hay secretos que sólo se hablan de volcán a volcán.