Por Redacción
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El narcotráfico es un negocio global que mueve unos 650.000 millones de dólares al año y se rige por las leyes básicas del mercado: oferta y demanda. Estados Unidos, según cifras oficiales de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), sigue siendo el mayor consumidor de drogas ilícitas del mundo. El país concentra el consumo de cocaína, heroína y metanfetaminas procedentes de Colombia y México, además de producir cannabis, alucinógenos y estimulantes en su propio territorio.
Esa condición coloca a Washington en el centro de la dinámica que dice combatir. Mientras tanto, el presidente Donald Trump ha convertido la política antidrogas en un frente mediático, donde las operaciones militares se transmiten como parte de un reality show que busca proyectar fuerza frente a un enemigo externo.
El domingo 14 de septiembre, Trump anunció en su red Truth Social el hundimiento de una embarcación en aguas internacionales del Caribe, vinculada —según sus palabras— a cárteles de narcotráfico venezolanos.
“Bajo mis órdenes, las Fuerzas Militares de EE.UU. llevaron a cabo un segundo ataque cinético contra narcoterroristas confirmados”, aseguró, en una publicación acompañada de un video con imágenes poco verificables.
Un día antes, el Gobierno había reportado otro ataque contra una lancha bajo circunstancias similares. Y este martes, Trump elevó la cifra: tres embarcaciones destruidas hasta la fecha. Para justificarlo, afirmó que “300 millones de personas murieron por las drogas el año pasado”, una cifra imposible, considerando que la población estadounidense ronda los 342 millones. La estadística oficial, según los Institutos Nacionales de Salud, indica que en 2023 murieron unas 105.000 personas por sobredosis, lo que equivale al 0,03 % de la población.
La política detrás de los ataques
El discurso de Trump se ampara en un decreto firmado el primer día de su segundo mandato, que designa a organizaciones extranjeras como terroristas y autoriza su eliminación fuera de las fronteras estadounidenses. Con esa orden ejecutiva, la Casa Blanca abrió la puerta a las operaciones que ahora se exhiben en redes sociales.
La estrategia, sin embargo, no es nueva. Desde 1986, bajo la presidencia de Ronald Reagan, funciona el proceso de “certificación”, mediante el cual Estados Unidos evalúa a los países según su cooperación en la lucha antidroga. La aprobación mantiene la asistencia; la desaprobación puede implicar sanciones o suspensión de apoyo. En esta ocasión, Bolivia, Colombia y Venezuela fueron “descertificados”, aunque Washington mantuvo la ayuda, al considerarla vital para sus propios intereses.
Lo novedoso de los ataques en el Caribe es el blanco escogido. Según Mike LaSusa, subdirector de InSight Crime, sorprende que se haya actuado contra embarcaciones pequeñas, “el primer eslabón de la cadena”, en lugar de ir tras estructuras más complejas del crimen organizado. Para él, la decisión responde más a objetivos políticos internos que a una estrategia geopolítica sostenida.
“Hay redes criminales que operan en Venezuela, algunas con complicidad de funcionarios, pero no hay evidencia sólida que indique que exista una política de Estado destinada a dañar a la sociedad estadounidense”, explicó LaSusa.
Un despliegue con tintes de campaña
Mientras Trump muestra videos de lanchas hundidas, el Comando Sur de EE.UU. difunde imágenes de desembarcos en Puerto Rico, y Caracas responde con ejercicios militares propios en el Caribe. La confrontación parece más un intercambio de mensajes políticos que una ofensiva militar real contra el narcotráfico.
El Gobierno de Maduro denuncia provocaciones, pero también aprovecha la narrativa para reforzar la idea de una amenaza externa que justifica movilizaciones militares. En Estados Unidos, la Casa Blanca proyecta un mensaje de acción y firmeza, aunque los resultados concretos en la reducción del flujo de drogas sean inciertos.
El contraste entre discurso y realidad se refleja también en el terreno migratorio y energético. Trump prometió apoyar a los venezolanos, pero derogó el Estatus de Protección Temporal (TPS) que beneficiaba a más de 600.000 migrantes, medida que sigue bajo litigio. Además, tras suspender las licencias para importar petróleo venezolano, las reactivó en medio de presiones económicas internas. En paralelo, continúa enviando deportados al país caribeño.
Según analistas, estos movimientos muestran un patrón: la Casa Blanca anuncia medidas visibles, de impacto mediático, mientras mantiene políticas de continuidad en temas sensibles como energía y migración. El despliegue militar en el Caribe, con buques, aviones e infantes de marina, se inserta en esa lógica.
En marzo, Trump prometió lanzar una campaña para reducir el consumo de fentanilo, inspirada en un programa aplicado en México. Incluso difundió un anuncio en su red social, pero hasta septiembre la iniciativa no se ha implementado. La prevención y tratamiento de adicciones, que afecta a unos 40 millones de estadounidenses con trastornos por uso de sustancias, continúa rezagada. Apenas un 6,5 % recibe atención, según el Instituto Nacional sobre el Abuso de Drogas.
En ese vacío, el “show” del Caribe funciona como mensaje político: proyecta dureza hacia afuera y evita abordar el problema interno del consumo. Como resume LaSusa, “la política es una continuación de lo de siempre, pero presentada de manera más espectacular”.
