El milagro de Yoro: la leyenda de la lluvia de peces

Por Luis A. Cervantes
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Las fuentes de agua se secaron, los cultivos murieron y las familias, que dependían de la tierra para sobrevivir, comenzaron a perderlo todo. La pobreza, el enojo y la desesperanza se instalaron en cada hogar.

Muchos comenzaron a renegar de su fe. Las misas quedaron vacías y las plegarias, cada vez más escasas, parecían evaporarse en el cielo sin respuesta. 

Entre esos fieles que habían perdido la esperanza estaba Fernando, un campesino que ya no soportaba ver a su familia dormir con hambre cada noche. 

Una tarde, vencido por la rabia y el alcohol, salió al patio de su casa y, bajo un cielo silencioso, lanzó un grito desgarrador pidiendo al diablo lo que Dios no le había concedido: riqueza y alivio.

Minutos después, un rayo iluminó la noche. Un hombre alto, vestido de negro y con una presencia que helaba la sangre, se presentó ante Fernando. 

Sin decir palabra, arrojó a sus pies un puñado de monedas de oro. 

Fernando, tembloroso, se inclinó para recogerlas, pero fue interrumpido por un grito que no esperaba: su hijo Raúl, de apenas ocho años, lo había visto todo y, con lágrimas en los ojos, le suplicaba que no lo hiciera.

El hombre de negro, irritado por la interrupción, sentenció que el alma de Fernando ya le pertenecía. 

Pero el niño, valiente como pocos, suplicó clemencia. 

El diablo entonces le propuso un trato: tendría siete años para devolverle a su padre la fe en Dios.
Si lo lograba, su alma sería salvada, pero si fallaba, no solo perdería a su padre, sino que él mismo quedaría condenado para siempre. 

La única condición era que Fernando jamás supiera del acuerdo, así Raúl aceptó sin dudar.

Pasaron los años y, pese a todos los esfuerzos del niño por llevar a su padre de regreso a la iglesia, Fernando se mantenía escéptico. 

Faltaban solo cinco días para que el plazo se cumpliera cuando Raúl, al borde de la desesperación, decidió confesarlo todo al padre Manuel de Jesús Subirana. 

El sacerdote intentó convencer a Fernando, pero fue recibido con burlas. “Volveré a creer el día que lluevan peces del cielo”, dijo el hombre, seguro de que eso jamás sucedería.

Pero el cielo, misterioso como siempre, tenía otros planes.

Aquella noche, Raúl y el sacerdote se arrodillaron en la iglesia y rezaron con todo su corazón. Horas después, el cielo se oscureció. 

Una tormenta furiosa azotó Yoro durante más de dos horas. Al terminar, l@s habitantes del pueblo salieron a las calles y no creyeron lo que veían: cientos de peces pequeños, vivos, cubrían el suelo. 

Algunos aún saltaban entre los charcos.

Fernando, conmovido hasta las lágrimas, cayó de rodillas y pidió perdón a Dios. Había sido testigo de un milagro. Así fue como el pequeño Raúl ganó la apuesta.

A partir de ese día, la prosperidad regresó a la región, y hasta el día de hoy, ese fenómeno inexplicable sucede cada año a finales de mayo en la comunidad de Yoro, para recordarnos que, si se pide con verdadera fe, el Ser Supremo responderá.