Por Agencias
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El miedo se apoderó de un pequeño grupo de familiares reunido el jueves en el velatorio de una madre y su hija que figuraban entre las 46 reclusas asesinadas en el motín ocurrido esta semana en una prisión de Honduras.
Aunque lloraban abiertamente, los familiares reconocieron que temían ser identificados por los miembros de la banda Barrio 18, autora de la masacre, y correr con la misma suerte que sus deudos.
Los cuerpos de Maribel Euceda Brevé y su hija Karla Soriano Euceda, que murieron por disparos de arma de fuego, eran velados en plena calle de un populoso barrio de Tegucigalpa, bajo una carpa colocada de manera provisional y en compañía de pocos parientes y vecinos. Sobre los dos ataúdes fueron colocadas fotografías de las víctimas y flores de distintos colores.
Entre los asistentes al velatorio, circularon rumores de que miembros de la banda habían secuestrado a mujeres en el funeral de otra de las víctimas de la masacre.
La masacre ocurrida el martes en la prisión de mujeres de Támara fue ejecutada, según el portavoz de la Secretaría de Seguridad, Miguel Martínez Madrid, por un grupo de reclusas que sometió a las custodias penitenciarias.
Posteriormente, les quitaron las llaves de las celdas donde estaban sus rivales, “las encerraron, les comenzaron a disparar”, declaró Martínez Madrid, quien además confirmó que hay 12 presas plenamente identificadas por participar en la masacre, ya que quedaron grabadas en videos de las cámaras de la prisión.
La viceministra de Seguridad, Julissa Villanueva, quien hasta el martes se desempeñó como coordinadora de la junta interventora de los centros penales, declaró a The Associated Press que la matanza de esas internas no es un simple pleito entre pandillas.
“Aquí hay mentes criminales, perversas, maquiavélicas, que organizaron ese crimen contra personas inocentes y que son las que manejan el tráfico de armas y drogas en las cárceles”, afirmó.
La matanza provocó peticiones de cambios en el sistema penitenciario del país e incluso un debate sobre si Honduras debía seguir el ejemplo de El Salvador, donde el presidente, Nayib Bukele, ha impuesto una política de tolerancia cero sin privilegios en prisiones.
Aunque la represión de las pandillas en El Salvador ha dado lugar a violaciones de los derechos humanos, también ha resultado ser inmensamente popular en un país aterrorizado durante mucho tiempo por las bandas callejeras.
“Uno de los graves peligros es la ‘bukelización’ de la política de seguridad en el país, con todo lo que ello implica”, dijo Joaquín Mejía, experto hondureño en derechos humanos.
Nadie cuestiona que las prisiones hondureñas están en un estado vergonzoso. En el motín del martes, presas pertenecientes a Barrio 18 asesinaron a otras 46 mujeres con disparos, machetazos y después encerrando a las sobrevivientes en sus celdas y arrojándoles líquido inflamable antes de provocar un incendio.
En un detalle escalofriante, las pandilleras pudieron armarse con pistolas y machetes, pasar junto a las guardias y atacar. Incluso llevaban candados para encerrar a las víctimas, al parecer para quemarlas vivas.
“Creemos que la orden para esta matanza venía de una red criminal y estoy segura que se tuvo información desde antes y no se hizo nada”, dijo Jessica Sánchez, activista del Grupo Sociedad Civil.
La presidenta, Xiomara Castro, dijo que el motín en la prisión de Támara fue “planificado por maras a vista y paciencia de autoridades de seguridad”.
Castro destituyó al ministro de Seguridad, Ramón Sabillón, y lo reemplazó por Gustavo Sánchez, quien hasta ahora era director general de la Policía Nacional.
También ordenó que los 21 penales del país quedaran durante un año bajo control de la policía militar, que recibió el encargo de formar a 2.000 nuevos guardias.
Sin embargo, no anunció ningún plan inmediato para mejorar las condiciones en las prisiones, caracterizadas por el hacinamiento, instalaciones ruinosas y guardias mal entrenados. La seguridad es tan laxa que a menudo, los reos dirigen sus módulos, donde venden productos prohibidos y exigen dinero a otros reos.
Muchos dudaban que la solución fuera adoptar un estilo de prisiones con regímenes brutales como ha hecho El Salvador.
“Construir más cárceles en Honduras no es necesario, ¿para qué?, ¿para hacer más prisiones de mataderos de gente en las que no hay ningún control del estado sobre ellas?”, dijo Roberto Cruz, de 54 años y que regenta una pequeña tienda minorista en la capital.
“Se necesitan profesionales idóneos para manejar las cárceles”, dijo Cruz, que reconoció que “es un problema complejo y grande que amerita solución urgente”.
La mayoría no confiaba en que el gobierno fuera a dar con la estrategia adecuada.
“Demandamos una investigación internacional de una comisión que realmente pueda ver el tema de los centros penales y la situación de las mujeres, en específico”, dijo Sánchez.
Mientras tanto, empiezan a conocerse los fríos datos de la masacre del martes: tras el motín se encontraron en la cárcel 18 pistolas, un rifle de asalto, dos Uzi y dos granadas. Todas habían entrado de contrabando en el recinto.
Después estaba el impactante dato de que, como en muchas cárceles latinoamericanas, algunos de los hijos de las presas vivían con sus madres en la prisión en el momento del ataque.
“Algunas de las mujeres vivían con sus hijos en detención. Ahora estos niños se han quedado solos y son muy vulnerables. Estoy muy preocupado por su bienestar y seguridad”, dijo Garry Conille, director regional de UNICEF, el fondo de Naciones Unidas para la infancia.
No estaba claro si algún niño había presenciado el ataque.
La cifra de muertas sobrepasó al de un incendio en un centro de detención en Guatemala en 2017, cuando las menores retenidas en un centro para jóvenes con problemas prendieron fuego a los colchones en protesta por las violaciones y otros abusos que sufría. El humo y el fuego mataron a 41 niñas.
El peor desastre del mundo ocurrido en una prisión en el último siglo también se produjo en Honduras. En 2012, 361 hombres murieron en un incendio en la cárcel de Comayagua provocado posiblemente por una cerrilla, un cigarrillo o alguna otra llama.