Por Redacción
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Era una calurosa tarde de abril, cuando el pequeño Jacinto de 12 años recorría las veredas del Cerro Viejo de San Miguel Cuyutlán, cuidando las chivas que había llevado a pastar.
El pequeño se sorprendió cuando miro la entrada a una cueva, pues él había recorrido aquellos parajes cientos de veces, y jamás se había percatado de la existencia de una cueva en ese lugar.
La curiosidad lo obligó a encaminar sus pasos hacia el interior de la caverna, pero aquella no era una cueva normal y corriente.
Un intenso brillo en el fondo de la cueva llamo su atención, intrigado y lleno de valentía Jacinto se dirigió a averiguar qué cosa era lo que provocaba el resplandor.
Al llegar al fondo de la cueva, el pequeño no podía dar crédito a lo que sus ojos miraban: un invaluable tesoro de monedas y lingotes de oro, cientos de finas joyas e innumerables artefactos elaborados con metales preciosos, fue lo que encontró.
Emocionado y ansioso, Jacinto empezó a llenar su morral con cuanto valioso objeto podía, y empezó a correr para ir a mostrarles a sus padres lo que había encontrado, pero para su mala suerte, su momento de felicidad fue abruptamente interrumpido por una voz de ultratumba: ¡Todo o Nada!… ¡Todo o Nada!; una y otra vez, eran las palabras que se repetían.
Bastante asustado Jacinto empezó a buscar entre las penumbras, a quien le pertenecía aquella voz, pero no lograba ubicar de dónde provenía y no veía a nadie más.
Después de unos minutos de incertidumbre, Jacinto se armó de valor e ignorando la macabra advertencia, se dirigió hacía la salida, pero ante su incredulidad, vio como las rocas se movían para sellarla.
Cuando la salida se cerró, la voz dejo de escucharse, Jacinto buscó por horas alguna forma de salir, sin tener éxito, su miedo se convirtió en terror, pues a medida que recorría pasadizos, lo único que encontraba eran tétricos esqueletos.
De inmediato Jacinto adivinó lo que le esperaba, porque todos los esqueletos tenían algo en común: sin excepción alguna, todos estaban abrazando una bolsa, morral, cofre o alforja, llenas de objetos valiosos.
Comprendió que todos aquellos desdichados habían tratado de salir de la cueva con sólo parte del tesoro, y por supuesto habían fracasado.
Exhausto y hambriento, pensó en darse por vencido y recostarse a esperar la llegada del final, pero el deseo de volver a ver a sus padres y hermanos le impidió claudicar, guiado por su sentido común y acallando los embriagadores susurros de la riqueza, regresó hasta el lugar donde estaba el tesoro para devolver los objetos que había tomado.
Con alivio y alegría, pudo ver como la entrada nuevamente se habría, sin perder tiempo salió corriendo del lugar, sin detenerse para nada, hasta llegar a su casa.
Después de abrazar a sus seres queridos y decirles cuanto los quería, Jacinto les contó su increíble aventura, inmediatamente la ambición de su padre despertó, y prácticamente obligó al pequeño a llevarlo a la cueva, diciéndole que no se preocupara, que ahora llevarían caballos y mulas para poder sacar todo el tesoro.
Después de varios intentos fallidos por encontrar la dichosa cueva, el padre de Jacinto concluyó que su hijo era un mentiroso y se olvidó del tema.
Pero al viejo Jacinto poco le importaba que ya casi nadie le creyera, él hasta el día de su muerte, no dejo de contar su historia, jurando que era verdad; y a todo el mundo le advertía, que si algún día encontraban la cueva del Cerro Viejo, por nada del mundo entraran, pues lo más seguro sería que ahí su tumba encontrarían.