La leyenda de la Casa al Lado del Camino

Por Luis A. Cervantes
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Robert, un corpulento joven pelirrojo oriundo de Santa Mónica, corrió hasta el estacionamiento, ansioso por tomar el camino a casa en su Ford Mustang ’69.
Era la primera vez que volvería a ver a sus padres desde que fue reclutado por el equipo de fútbol americano de Arizona State.
Además, quería contarles a sus amigos los grandes logros alcanzados durante su primer año universitario, subió el volumen del estéreo al máximo antes de tomar la mítica Ruta 66.

Después de un par de horas en el camino, una torrencial lluvia apareció, acompañada de una densa neblina, lo que obligó a los automovilistas a conducir prácticamente a vuelta de rueda.
Para empeorar la situación, Robert empezó a sentir retortijones en el estómago, quizás provocados por haberse comido un emparedado de jamón que había pasado la noche en su auto.
Su primer sentimiento fue de frustración, pues sabía que la siguiente gasolinera estaba, al menos, a 40 millas de distancia.
Para su alivio, vio las luces de un letrero de neón que promocionaba un restaurante al lado del camino.
Sin pensarlo dos veces, entró al estacionamiento, sin prestar atención a que algunos de los autos en el lugar eran antiguos, e incluso había un par de viejas carretas.
En ese momento, lo único que le importaba era encontrar los sanitarios del lugar.

Claramente aliviado, Robert salió del baño y se sentó en una de las mesas. Una preciosa mesera rubia, de largo cabello, se acercó para atenderlo.
Ordenó una hamburguesa doble, papas fritas y un refresco.
El distraído joven centró su atención en recrearse la pupila con las lindas meseras, ignorando por completo la vestimenta de los demás clientes, y el hecho de que todos eran hombres.
Cuando pidió la cuenta, la mesera le trajo un panecillo como postre.
Él le dijo que no lo había pedido, pero ella le sonrió y respondió:
—No te preocupes, disfrútalo. Es por cuenta de la casa.

En cuanto mordió el pan, sin saberlo, Robert firmó un contrato donde el precio de los alimentos era su energía vital.
La explosión de sabores en su boca fue tan fantástica, que no pudo evitar pedir un par de panecillos más, ajeno a que sus extraños ingredientes nublarían su mente y lo obligarían a quedarse en el lugar.

Al anochecer, melodiosas notas de liras inundaron el salón.
Las lindas meseras comenzaron a danzar sensualmente en el centro de la pista, desprendiéndose de sus prendas una a una.
Todo aquello derivaría en un bacanal, repitiéndose el espectáculo día tras día.

Hasta que, sin saber por qué, un día un relampagueante recuerdo despertó a Robert de su letargo, sin tener claro qué estaba sucediendo, comprendió que debía salir del lugar.
Se levantó de la mesa y se dirigió a la salida, pero las meseras le bloquearon el paso. Ya no eran lindas jóvenes, sino ancianas decrépitas, de largas uñas y enormes colmillos.
Impulsado por su instinto de supervivencia, Robert embistió con todas sus fuerzas contra sus captoras.

Logró escapar, lleno de arañazos, y corrió hasta su auto, sintiendo alivio al ver por el retrovisor que había dejado atrás aquella extraña casa del camino.
Pero entró en shock cuando se vio en el espejo retrovisor: en lugar del rostro de un joven, se topó con la fisonomía de un adulto de mediana edad.
Al detenerse en la primera gasolinera que encontró, la fecha del periódico le indicó que ya no era la década de los setenta. Ahora estaba en 1990.

Ya lo sabes: jamás te detengas en una casa al lado del camino, en medio de la nada, si no quieres correr el riesgo de convertirte en alimento de las Lampadas, las ninfas brujas de los caminos.