Por Agencias
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El Parque Arqueológico de Usme abre al público un espacio en el que se hallaron más de 2.500 tumbas con 1.200 años de antigüedad.
Los expertos descartan una necrópolis y exploran la idea de una tradición muisca mucho más cercana a los ancestros.
Hace siglos que en Usme, al sur de Bogotá, corre el rumor de que había un pedazo de tierra maldita en la localidad. Se decía que era la casa del diablo, que se escuchaban incesantes llantos de niños y que aparecían luces extrañas que hacían desaparecer a quienes las veían. Estas historias calaron tanto entre los vecinos que hasta lograron mover la plaza fundacional unos metros hacia el sur. En 2009, cuando varios habitantes encontraron restos arqueológicos en el que es ahora un espacio protegido y el primer Parque Arqueológico de la capital colombiana, todo encajó un poco mejor. “Eran relatos que usaban las comunidades indígenas para proteger un lugar sagrado a través del miedo”, cuenta Carolina Díaz, antropóloga y coordinadora del proyecto.
A mediados de julio abrió sus puertas al público la primera fase del Parque Arqueológico y del Patrimonio Cultural de Usme, el octavo espacio arqueológico del país. “El proyecto busca que la ciudadanía comprenda la arqueología como una forma de entender el pasado y para reivindicar todas las formas de vida allí presentes”, contaba un par de meses antes Patrick Morales Thomas, director del Instituto Distrital de Patrimonio Cultural de Bogotá, de camino a la Hacienda del Carmen, donde está ubicado parte del tesoro: 2.500 tumbas y 10.000 indígenas enterrados, además de 300.000 fragmentos de cerámica y 45 piezas de alfarería. “Queremos hacer de este, un lugar que honre a los ancestros y que haga sentir orgullosos a los campesinos de Usme”, añadía.
Además de los cuentos tenebrosos de las comunidades indígenas, quienes salvaron este acervo patrimonial fueron los propios habitantes de Usme. En 2008, este era un suelo de expansión urbana y la empresa Metrovivienda había empezado a construir una mega ciudadela que pretendía extender más de 900 hectáreas esta zona rural. Los vecinos, que cuentan que no fueron consultados de la operación, narran cómo veían día tras día a los operarios subirse a las maquinarias a observar con detenimiento el suelo. Intrigados, se acercaron a ver qué les causaba tanto interés. Ahí encontraron cientos de restos óseos y vasijas que llevaron al líder comunitario Jaime Beltrán. Entre todos, consiguieron detener la construcción y crear una mesa de trabajo para pensar en los siguientes pasos para darle forma al parque.
Para Díaz, este recoveco es un pedazo de historia sobre el que repensarlo todo: la vida, la muerte y, sobre todo, cómo nos relacionamos con ambas. Inicialmente, debido a la ingente cantidad de tumbas y restos óseos que fueron encontrando, los expertos barajaban la idea de que este espacio fuera un cementerio muisca. Sin embargo, la cantidad de elementos domésticos y la disposición de las casas dieron lugar a que se reinterpretara la hipótesis: no era un camposanto; si no que antiguamente las comunidades indígenas enterraban a los ancestros en sus casas y disponían sus viviendas en función de ellos. “Los vivos no estaban separados de los muertos. Existía un diálogo y un vínculo que se perdió como fruto de la herencia colonial”, cuenta la antropóloga y vecina. “Usme nos hace una pregunta: ¿En qué momento empezamos a alejar a los muertos en lugar de hacerlos parte de la cotidianidad?”.
Hoy, en esta sureña localidad bogotana, el parque convive con una iglesia en la que también se enterraron a los indígenas que la construyeron y el cementerio del pueblo. “Estamos rodeados de cadáveres y nadie habla de ellos”, añade Díaz. “Este es un país además tan violento, que es urgente preguntarnos por la muerte y por el espacio que le damos a los ancestros en nuestra vida”.
En esta primera fase, se han instalado 49 señales informativas que permitirán a los visitantes recorrer y descubrir el patrimonio del sur de Bogotá. Además, la inversión de 6.300 millones de pesos (1,6 millones de dólares), también ha servido para instalar tres domos que albergan una sala de exposición, un círculo de la palabra y un laboratorio de arqueología comunitaria, espacios que continuarán siendo parte de procesos participativos y la gestión del área arqueológica protegida. Otro de los procesos que se están llevando a cabo es el de la restauración ecológica, con más de 20.000 árboles plantados y el plan de recuperar la flora y la fauna originarias.
El parque es un enorme terreno bordeado con casas de campesinos, cultivos locales y una carretera que quedó a medias. “Para nosotros nunca nadie ha mirado”, repiten los vecinos. Preside este espacio una réplica escultórica de un sonajero de cerámica de tres metros que, en su versión original, emitía el sonido al introducir una piedrita y que data entre los 700 d.C. hasta los 1000 d.C. Esta pieza antropomorfa se encontró en un enterramiento como parte del ajuar de una niña de unos 10 años de edad. Alejandra Jaramillo, antropóloga especializada en el enfoque diferencial y de género, explica a los primeros visitantes la importancia de las piezas encontradas: “Es una pieza que nos permite reflexionar sobre las distintas capas de sentido que puede tener un objeto arqueológico. Por un lado, nos habla sobre la infancia. Es un juguete que se utilizaba para arrullar a la niña y que la acompaña incluso en su muerte. Por otro, en la parte superior de la cabeza de la figura, podemos observar un entablillamiento que hace referencia a la práctica de deformación craneal en los grupos de la sabana de Bogotá, como expresión de estatus y belleza; era una modificación estética en la época”.
Francisco Romano, uno de los arqueólogos a cargo, tampoco esconde la pasión que ha acompañado esta investigación: “Nuestro trabajo es adivinar. Cada vez que excavábamos más, teníamos más material al que hacerle preguntas sobre el pasado. Sobre nuestro pasado”. Sorbe un poco de tinto en la casa de una familia de campesinos a las puertas de la Hacienda del Carmen. “Tienen al lado un tesoro”, les dice emocionado. Para Jaramillo, este es un lugar que narra la historia de varias generaciones: “Aquí la gente vivía, tenía dinámicas sociales, económicas y políticas, comerciaba e intercambiaba con poblaciones de otras regiones de Colombia. Y, una vez morían, quedaban plasmadas sus memorias a través de los contextos funerarios”.
Este Parque es el resultado del esfuerzo de las comunidades locales por proteger y preservar su ruralidad. Y ellos son los que están decidiendo el rumbo después de la primera fase. Y no es una tarea fácil. En cada ejercicio en el área, además de demandar de la experiencia de expertos arqueológicos, están involucradas varias comunidades indígenas y los campesinos de la zona. “Este es un proyecto que tienen que decidir ellos”, añade Morales, del Instituto Distrital de Patrimonio Cultural de Bogotá. Entre las posibles (y múltiples) opciones parecen distinguirse tres.
La primera es que se convierta en un parque de ámbito sagrado y que no sea intervenido. Varias comunidades indígenas lo reivindican como un símbolo de las memorias y ancestralidades borradas y se niegan a que sea accedido. Por otro lado, existe un interés educacional que aspira a que la zona se convierta en una apuesta pedagógica que hable de la ciencia y los saberes campesinos. Y, por último, está la opción de que sea una posibilidad de economía local y de turismo comunitario. “Hay mucha gente en contra porque tenemos varios ejemplos de un turismo que acaba con el ecosistema”, señala Díaz. “Pero puede que sea una forma de repensarlo y de hacerlo a medida de las necesidades de la comunidad. Quedan muchas conversaciones aún por madurar”.
Para Morales este es el primero de muchos pasos. “Tenemos la responsabilidad de tener estas conversaciones y de qué manera se accede o no a este lugar tan especial. Por ahora, estamos de celebración de haber encontrado un tesoro que ponga en valor el sur de Bogotá”.