
Por Yoel Sardaña
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Pagar el almuerzo en cuatro cuotas ya no es una hipérbole, ps una opción concreta y cada vez más frecuente.
DoorDash, una de las plataformas de entrega más populares en Estados Unidos, acaba de asociarse con Klarna, una fintech que permite dividir el costo de cualquier producto, incluidos alimentos, en pagos diferidos.
A simple vista, parece una estrategia de conveniencia, pero en el fondo, representa una señal de alerta: estamos financiando lo que deberíamos poder pagar de inmediato.
Este tipo de acuerdos no ocurre en el vacío, se dan en un contexto en el que la deuda personal se ha vuelto parte del paisaje económico cotidiano.
De acuerdo con la Reserva Federal de Nueva York, 3 de cada 4 adultos en el país tienen al menos una tarjeta de crédito.
En 2023, esas tarjetas registraron tasas de interés promedio superiores al 23% anual, una cifra históricamente alta.
Sólo en el último trimestre de 2024, los saldos pendientes de tarjetas aumentaron en $45 mil millones de dólares, alcanzando los $1.21 mil billones (millones de millones).
Y los retrasos de más de 90 días en los pagos siguen creciendo, sobre todo en productos financieros con intereses acumulativos.
Lo preocupante no es el avance de Klarna ni la estrategia de DoorDash.
Es la naturalización del uso de deuda para solventar necesidades básicas.
Financiar una comida, posponer el pago de un gasto recurrente o usar el crédito como puente entre sueldos es asumir que vivir endeudado es un estilo de vida viable.
Pero no lo es, el crédito no es ingreso.
No multiplica el dinero, lo adelanta con un costo, y ese costo, más allá de tasas o plazos, es la pérdida de control sobre nuestras decisiones económicas.
Estamos ante una distorsión de prioridades.
Antes, endeudarse era una decisión extraordinaria, reservada para emergencias o inversiones significativas.
Hoy, se convierte en una salida para lo cotidiano: comida, servicios, compras menores. Y lo peor es que se vende como libertad de elección, cuando en realidad amplía la dependencia y reduce los márgenes de acción de las personas.
Financiar lo que repetimos mes a mes o lo que deseamos en el momento debilita nuestra capacidad de sostener un presupuesto saludable.
Lo que debería ser una excepción se vuelve hábito, y lo que era una solución temporal se transforma en una carga estructural.
La tecnología financiera tiene el potencial de democratizar el acceso a servicios y productos, pero también de fomentar una cultura de consumo acelerado e irreflexivo.
Si llegamos al punto en que un almuerzo de 40 dólares necesita ser dividido en pagos semanales, no estamos frente a una innovación útil, sino frente a un síntoma claro de fragilidad financiera.
No se trata solo de evitar la deuda, sino de reconocer cuándo se vuelve innecesaria y hasta absurda, porque cuando uno necesita cuotas para pedir comida, la urgencia no está en el delivery, sino en la revisión de nuestras finanzas y nuestras decisiones.
En un país donde el crédito abunda, el verdadero lujo no es tener acceso a más préstamos, sino la capacidad de no necesitarlos.
La libertad financiera no se mide por cuántas compras podemos aplazar, sino por cuántas podemos asumir sin temor a las consecuencias.
Y si la comida entra en el radar de los pagos diferidos, lo que debemos preguntarnos no es qué aplicación usar, sino en qué momento perdimos la brújula del consumo consciente.